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En el Comunismo... ¿Existirán restaurantes?

04/01/2022 | Fundamentos

En buena parte del mundo el trabajo en restaurantes condensa lo peor de la precarización con el sinsentido general de la producción capitalista. Desde los restaurantes «de estrella» a los de comida rápida, cada aparente avance en el arte de cocinar o en la forma de producir parece hacerse a costa de los trabajadores, así que nuestros lectores nos preguntan si es posible que existan restaurantes -o algo parecido- en el comunismo.

La pregunta

¿Existirán restaurantes en el comunismo? Y si no es así ¿comerá cada uno en su casa? ¿Desaparecerá la gastronomía, el arte de cocinar? Y si sigue existiendo algún tipo de institución similar... ¿cómo podría hacer lo que hoy hace un restaurante sin división del trabajo ni trabajo forzado?

El nacimiento del restaurante

«Dick, the Captain, and Squire Jenkin dining at Very’s in the Palais Royal». Caricatura británica de  G. Cruikshank, 1822.

El restaurante no es sólo un lugar donde se «da de comer», es el centro en el que cristalizan toda una serie de relaciones sociales concretas en un momento histórico preciso.

Por supuesto que la burguesía mercantil anterior a la Revolución francesa comió en ventas y posadas, pero la lógica de aquellos primeros establecimientos burgueses, como de los cafés del XVIII, tenía poco que ver con la de un restaurante. Eran más bien proto-hoteles en los que el servicio por el que se pagaba era el cuidado de las monturas y la cocina un extra de hospitalidad. Incluso en los primeros restaurantes urbanos (cortesanos en realidad) del siglo XVIII, creados por cocineros de palacio que perdían el favor real, la cocina se limitaba a la elaboración básica de las viandas que llevaban los propios comensales.

El restaurante, como lo conocemos hoy, es un hijo de la Revolución francesa. En las cortes absolutistas había prosperado la «Alta Cocina» como parte del espectáculo de poder real y la nobleza había competido por incorporar a su servicio a los mejores cocineros. Pero el ritual aristocrático de la mesa no estaba mercantilizado: banquetes y cenas se prodigaban entre pares de la clase dirigente que se invitaban unos a otros como parte de la escenificación y estructuración colectiva de su poder.

Durante la Revolución francesa, sin embargo, con la caída de la aristocracia y el declinar de sus modos, la mayor parte de los jefes de cocinas aristocráticas, los «chefs», tienen que buscar acomodo entre los nuevos amos.

Los primeros clientes serán los diputados provinciales convocados a los Estados Generales en Versalles en la primavera de 1789, pero después, con la llegada del Terror -y el abrupto fin de la gran sociedad aristocrática- los restaurantes se multiplicarán.

El Terror fue ese momento en que, después del oficio de los verdugos, vino el de los cocineros

Louis-Sébastien Mercier

Eso sí, la burguesía, aunque abrirá salones, no está por mantener cientos de criados de cámara (camareros), cocineros y pinches para agasajar a nadie y mucho menos a sus pares.

Asociados con burgueses o por su propia cuenta los viejos chefs de la aristocracia abrirán los primeros restaurantes modernos. Antes de 1789 había menos de 100 casas de comidas en París y prácticamente todas ellas en la acepción que comentamos arriba: pensiones y hoteles en los que el servicio incluía cocinar lo que traía el cliente. En 1834 había más de 2.000 restaurantes.

Pero ya eran otra cosa y su mensaje era distinto también. Ya no se trataba de mostrar el poder de la aristocracia a través de «convites» en los que ser invitado significaba ser reconocido como igual o al menos útil para la clase dirigente. Ahora el trabajo de los cocineros estaba abierto a todo el que pudiera pagarlos. Su adorno ya no era el boato y el lujo aristocrático, sino la demostración de la nueva abundancia creada por la nación burguesa.

A lo largo de la primera mitad del siglo XIX, el tropo del restaurante fue la cornucopia, el cuerno de la abundancia. Los restaurantes estaban llenos a rebosar.

La invención del restaurante. Rebeca L. Spang.

Aquellos primeros restaurantes hacen gala de la diversidad de materias primas y orígenes regionales, multiplicando la oferta y con ella la sensación de abundancia ligada a la nación que unifica las miles de divisorias feudales del pasado. El resultado es la aparición de «la carta», un listado de platos con precio individual.

Al principio, los burgueses, temerosos de mostrar gustos ostentosos en público y avergonzados por su nuevo estatus social, pedían solo unos pocos platos que se servían de uno en uno, que es de donde viene el término «à la carte» (a la carta).

Evidentemente, sólo existían unos pocos restaurantes a la carta, primero ubicados en el barrio alrededor del Palais Royal y luego en los bulevares. Frères Provençaux, Véfour y Maison Dorée, cada uno con sus propias especialidades, fueron reconocidos por su cocina, resultado de opciones a la carta muy impresionantes (más de cien platos), los excelentes chefs en las cocinas y su extensa listas de vinos.

La ceremonia de la cena en la corte de Napoleón III entre 1852 y 1870. Anne Lair.

Pero esta profusión de platos y viandas, tenía que reconciliarse con la reducción de la cantidad de fuerza de trabajo que el restaurante empleaba en comparación con el salón aristocrático. Frente a las casi 300 personas que trabajaban en la cocina y el servicio de un banquete real en las viejas cortes, el restaurante burgués tenía que servir un número similar de platos distintos con tan solo 15 o 20 trabajadores. La plusvalía siempre fue el primer comensal.

La solución vendrá en la esencia de lo que se conocerá luego como «Cocina francesa»: la salsa. Una innovación tecnológica que en realidad ya habían intuido y experimentado los cocineros de los mariscales de las campañas napoleónicas, a quienes debemos, además de rescatar y modernizar centenares de recetas medievales, la universalización de la mahonesa menorquina.

El uso de las salsas permitió la reorganización de las cocinas y su paso de manufactura de artesanos de cada tipo de alimento a «fábrica» organizada en «islas» especializadas en distintas partes de un proceso. Un mismo producto, una vez sellado, cocido o frito, servía de base a media docena de preparaciones diferentes. Podía cocinarse además con antelación, antes de abrir las cocinas, mantenerse tibio con el calor residual de un horno y calentarse instantes antes de servir al recibir sobre él la salsa.

Así los clientes, en vez de pasar medio día o más, como en los banquetes aristocráticos, podían volver antes a sus negocios y... dejar libre la mesa. Aumentaba así la productividad en términos de ganancia de cada hora de trabajo empleada. Por eso, los grandes cocineros del siglo «gastronómico», tanto los franceses Beauvilliers, Carême o Urbain Dubois como el ruso Olivier, serán ante todo creadores de salsas y de usos para las salsas.

Ni que decir tiene que el nuevo sistema guiará la aparición de los primeros restaurantes modernos por toda Europa. Sin ir más lejos, la «cocina vasca» y sus famosas cuatro salsas, serían según Arzak, la traducción del sistema salsero por parte de las mujeres vascas que trabajaban durante los veranos en el servicio de las vacaciones compartidas por Isabel II de España y Eugenia de Montijo (esposa de Napoleón III) entre Biarritz y San Sebastián.

El significado social e histórico de los restaurantes

Passage Jouffroy, restaurante inaugurado el 17 de febrero de 1847

¿Qué ha hecho la burguesía al crear el restaurante? En un sentido superficial y evidente, el que encanta a los historiadores de la gastronomía, ha sustituido los espacios de socialización de la aristocracia y sus rituales por unos nuevos.

Se pasa de la cultura del «gourmand» glotón del Antiguo Régimen, a la del «gastronome», un término que aparece por primera vez en 1803. El nacimiento de la «gastronomía» expresa tanto el paso de la consideración del cocinero de artesano a «artista», como el nuevo sentido del «refinamiento» burgués: la capacidad para demandar y disfrutar consumos «sofisticados» que además de diferenciar socialmente al que los aprecia, son portadores de «significados» (la nación, la expansión ultramarina, etc.). Lo que la burguesía comienza con los pintores en el Renacimiento, lo culmina en la Revolución con el chef.

Pero en realidad ha hecho algo mucho más profundo. En primer lugar ha mercantilizado la alimentación. Y al hacerlo ha socializado el consumo de alimentos elaborados. Y evidentemente, lo ha hecho al modo capitalista: absorbiendo la cocina aristocrática para, desde dentro, transformar las relaciones sociales que la definen mediante la incorporación de nuevos procesos y sistemas de organización, ligados a la exacerbación de la división del trabajo y al uso de nuevas tecnologías.

La supuesta universalidad del restaurante, consustancial a la versión burguesa de la igualdad, inicia un camino que en la decadencia capitalista se convertirá en la lamentable alimentación industrial de hoy y sus lacras. Sin embargo, la socialización de la producción y el consumo, como hemos visto a lo largo de toda esta serie, es una tendencia progresiva, que sienta las bases para la transformación comunista de la sociedad.

El fundador de la socialdemocracia alemana, August Bebel, lo verá con claridad en su obra más importante desde las condiciones concretas del momento en que escribía:

Para millones de mujeres la cocina privada es una institución extravagante en sus métodos, que las limita en tareas interminablemente monótonas y les hace perder tiempo, robándoles la salud y el buen ánimo, una institución que no es sino un objeto de angustia diaria, especialmente cuando los medios son escasos como lo son en la mayoría de las familias.

La abolición de la cocina privada será la liberación para un sinnúmero de mujeres. La cocina privada es una institución tan anticuada como el pequeño taller mecánico. Ambos representan una innecesaria e inútil pérdida de materiales y tiempo de trabajo.

La mujer y el socialismo. August Bebel. 1879

Esta idea dará forma a los movimientos de reforma de la vivienda del movimiento obrero de la Segunda Internacional: construir edificios de viviendas con una gran y limpia cocina colectiva industrial, con un equipo profesional, dedicado a preparar una cocina saludable según las necesidades alimenticias de cada uno y bajo la tutela de la ciencia médica y de la nutrición.

Los «restaurantes» de la revolución

«¡Abajo la esclavitud de la cocina!», cartel de 1919.

Bebel nunca pensó los restaurantes de las «einküchenhaus» (las casas de una sola cocina) como parte de la vida bajo el comunismo. Los pensó como objetivos inmediatos a generalizar durante el proceso de transición que -aunque empieza y se renueva con cada lucha o expresión organizativa de clase- se multiplica socialmente cuando el proletariado destruye el estado existente y toma el poder político.

Lo que las casas de una sola cocina apuntan es que la socialización de la alimentación es una tendencia a desarrollar conscientemente. De hecho, en las dos principales experiencias revolucionarias del siglo XX, la Revolución rusa y la española, los trabajadores la afirman desde el primer día.

El 27 de octubre de 1917 (9 de noviembre), día dos de la revolución, el II Congreso Panruso de los Soviets aprueba el decreto que permite a los soviets locales organizar sistemas de «cocina comunal». Un año después solo en Peters y Moscú había más de 3.000 comedores así en los que millones de trabajadores comían cada día. «Socializar» la cocina respondía a tres objetivos fundamentales.

El primero, que surgía de «la iniciativa de las masas», era la necesidad de convertir progresivamente la alimentación en un derecho universal efectivo y gratuito.[...]

El segundo, era organizativo: poder organizar con cierta racionalidad la satisfacción colectiva de las necesidades. La idea de organizar al proletariado de cada barrio y en cada gran complejo industrial en una gran cooperativa de consumo será afirmada cada vez con más fuerza por los bolcheviques y Lenin la hará una de las banderas de la NEP en 1920.[...]

El tercero era la idea de «acabar con la esclavitud de la cocina». Una idea heredada de Bebel y su libro «La mujer y el socialismo» que tenía una fuerza excepcional entre los trabajadores. El fin de la cocina familiar -y con ella de la madre obrera cocinera- se consideraba casi universalmente como la base material -junto con las guarderías- para la reorganización igualitaria de la familia y se fundía además con la extraordinaria explosión comunal de los años veinte que involucró a millones de trabajadores en experiencias de vivienda y producción colectivas.

Nutrición, gastronomía y revolución, 8/6/2020

Es decir, las cocinas y los comedores colectivos fueron, como previó Bebel, una herramienta de transformación imprescindible, aunque no fueran, en sí mismas, el objetivo al que trataban de encaminarse conscientemente.

Más allá del restaurante: la socialización de la producción y el consumo alimentario

Sociedad gastronómica en Bilbao. Los miembros seleccionan y aportan materias primas, las cocinan y las comparten con los demás miembros del grupo de amigos.

Como hemos visto en las anteriores entregas de esta serie, los tres vectores desde los que podemos entrever cuán distinto será el comunismo del modo actual de producir y vivir son la desmercantilización, la socialización y el desarrollo de las capacidades productivas que, irremediablemente, se entrelazará con ellas. En una entrega anterior vimos qué mundos abrían en la producción alimentaria. Pero ¿no es mucho más difícil imaginar un consumo socializado distinto del restaurante?

La verdad es que no tenemos que ir muy lejos tampoco para encontrar modelos comunitarios entre los trabajadores que anticipan o dan pistas sobre la socialización simultánea de la producción y el consumo.

El ejemplo más evidente es el de las sociedades gastronómicas. Estas sociedades eran originalmente locales alquilados por los pescadores asalariados. Les servían para estar a cubierto mientras esperaban ser contratados para salir al mar. Pero también como una forma de mutualización: la comida, puesta y cocinada en común, servía también como una suerte de «seguro de desempleo» primitivo para el que no conseguía embarcar por una cosa u otra.

Hoy las sociedades están extendidas por toda la clase trabajadora y mucho más allá. Son una forma de relacionar y mantener la cohesión de un grupo de amigos. Seleccionar la materia prima, cocinar, comer y limpiar -generalmente de forma concienzuda- para que quede todo impecable a los que vengan después, es en ellas una experiencia de fraternidad y cohesión grupal.

Y no son una isla extraña, por todo el mundo hay instituciones similares en los que producción y consumo se funden en un único hacer comunitario. De ellas podemos aprender una cosa importante para el futuro: el cocinero artista, el innovador, el que reinventa y crea nuevos platos, no desaparece. Al revés. Se multiplica en los más inquietos de los miembros.

No existe, eso sí, la «figura empresarial» del mismo modo que desaparece «la escuela de cocina» como institución separada. Porque lo que desaparece, sobre todo, es el trabajo asalariado. El trabajo está en el centro, pero es voluntario y hace a cada uno aportar y sentirse parte. La socialización y la desmercantilización colectivas son inseparables del desarrollo humano a todas las escalas.

Como siempre, poco más lejos podemos llegar al tratar de imaginar cómo podría ser una institución universal bajo principios y lógicas similares. Sabemos lo que no va a ser: opresiva, explotadora ni alienante. Y sabemos qué principios podría recuperar y desarrollar -los del trabajo colectivo no mercantil ni opresivo. Pero para más detalles... tenemos que ponernos en marcha como clase primero.