¿Por qué las empresas ofrecen cada vez peores productos y servicios?

La gestión empresarial desde la segunda mitad de los ochenta
Desde la segunda mitad de los ochenta hasta la quiebra de Lehman Brothers en 2008, el capital ficticio vive una época de verdadera efervescencia. Las inversiones especulativas desarrollan de forma sostenida resultados medios mejores que las inversiones en producción.
Las empresas respondieron valorando sus resultados como si fueran flujos financieros -el comienzo de la famosa financiarización- y maximizando los ingresos de tesorería para apostarlos inmediatamente en el gran casino especulativo de bolsas, fondos y mercados.
Sectores industriales enteros como los tour-operadores o las grandes superficies se transforman de raíz y empiezan a vender por debajo de los costes directos de producción con tal de maximizar los ingresos en caja y recuperar un margen ampliado con la especulación a corto. La logística se da como objetivo el just in time para conseguir reducir el tamaño de los almacenes y dejar en mínimos los costes de almacenamiento.
Es la época dorada de los directores financieros. Sus remuneraciones se multiplican conforme su aporte a la cuenta de resultados se hace más importante. Y sus habilidades y herramientas pasan a considerarse la base de un nuevo tipo de gestor. A partir de sus necesidades, las «escuelas de negocios» crearán el nuevo estándar ideológico de la burguesía corporativa.
El lema «maximizar el valor del accionista» se convirtió en el nuevo mantra. Pasaba por reducir al mínimo toda partida de gastos que fuera asimilable a un flujo financiero de salida. El ideal de empresa tenía sólo proveedores, es decir, gastos corrientes a precio de mercado, y flujos de entrada financiarizables, sin ningún compromiso de pago regular a largo plazo. Es decir, en el límite el ideal era no tener trabajadores asalariados ni gastos de mantenimiento de capital fijo.
Si se podían sustituir «trabajadores propios» por un contrato con una empresa externa, aunque fuera más caro a corto plazo, se consideraba más provechoso. ¿Por qué? Porque en el tiempo todas esas subcontratas competirían entre sí manteniendo al mínimo lo pagado por el capital al trabajo. El valor a largo de la empresa sería por tanto mayor porque sus flujos financieros hacia fuera estarían siempre en mínimos.
Por eso, cada anuncio de despidos subía el valor en bolsa de las grandes empresas.
Es más, una vez Clinton endureció globalmente los derechos de propiedad intelectual, la producción entera podía externalizarse a otro país donde hubiera fábricas lo suficientemente sofisticadas con salarios más bajos. Si estos subían, el coste de llevar la producción a una nueva fábrica en otro país era sencillamente el de cambiar de proveedor. No habría que cerrar nada ni pagar despidos a nadie.
Precarización del trabajo, fragilización de las empresas
Este marco general explica por qué la precarización del trabajo -útil por sí misma al capital- vino acompañada de una fragilización de las empresas que acabaría dañando a inversiones que hasta entonces se habían considerado como «gallinas de huevos de oro».
Jack Welch fue la personalización de esa huida hacia el desastre en General Electrics, como López de Arriortúa lo fue en General Motors. Ambas compañías habían sido dos de las mayores empresas mundiales desde la postguerra mundial y de ellas poco queda hoy salvo ruinas.
Sin embargo, Welch y López de Arriortúa fueron durante una década «dioses» del capital, «role models» de toda la burguesía corporativa que aspiraba a crear «valor para el accionista», es decir oportunidades especulativas respaldadas por una acción siempre al alza.
La «magia Welch» o «el efecto super-López» no eran otra cosa que una combinación de just in time y subcontratas industriales: ahora los subcontratistas no sólo manejaban la mano de obra, sino que compraban ellos mismos las máquinas necesarias para producir... pagándole a la empresa original los consiguientes royalties y aceptando unos precios unitarios solo revisables a la baja. Para la multinacional todo eran flujos financieros positivos. Todo servía a llevar más capital a los mercados especulativos. Todo generaba «valor para el accionista».
Pero mientras el valor en bolsa de las gigantescas empresas que gestionaban crecía, todo lo que era socialmente útil en ellas se desvanecía: su capacidad productiva material se transfería a otras empresas subalternas, su potencial logístico se liquidaba y el conocimiento de sus trabajadores se despilfarraba con el desempleo forzoso de sus plantillas originales.
Y entonces llegó la ola de quiebras de 2008-2009, y de repente se descubrió que los reyes de la industria estaban desnudos conforme caían uno tras otro.
Los capitales nacionales huelen el peligro
La esperanza de que «tras la crisis», se podría volver a los business as usual se demostró ilusoria. En 2019, cuando los gobiernos europeos cantaban ya victoria, la quiebra de Thomas Cook, el mayor tour-operador mundial, dejó claro que los «buenos tiempos» no iban a volver. Y sobre todo, que las grandes multinacionales, destino principal de los grandes capitales aplicados a la producción, no tenían capacidad para resistir indefinidamente a base de deuda en espera de que volviera la bonanza.
De hecho, la hasta entonces rentable deslocalización y la dependencia de fabricantes en otros países empezaba ya a verse como un problema estratégico.
No puede entenderse el Brexit ni el ascenso de Trump en EEUU sin dos de las consecuencias más claras de los años de globalización y huida hacia la financiarización del capital nacional de los países más capitalizados: la perspectiva de perder el liderazgo imperialista frente a China y la debilidad de los mercados internos que hasta entonces habían asegurado la base necesaria para la aparición de nuevas empresas con capacidad monopolística global.
El aumento de los conflictos imperialistas, la nueva doctrina de seguridad nacional de Trump, la guerra comercial EEUU-China que le siguió y los esfuerzos por crear bloques económico militares, intensificados por Biden después, que han culminado en el estallido de la presente guerra, son consecuencia directa de aquellos buenos años del capital. Y todo va asociado a un modelo de empresa «maximizadora del valor del accionista»... que sigue entre nosotros.
La balada de las empresas fragilizadas
La cuestión ahora es que si las empresas ya se habían fragilizado en los buenos años de la llamada globalización, las consecuencias de la ruptura del mercado mundial en bloques las fragilizan aún más. Sobre todo si no cambiaban sus formas de gestión.
Es evidente, por ejemplo, que el just in time entró en crisis en cuanto una nueva división internacional del trabajo empezó a delinearse. A estas alturas está en el centro de la crisis de abastecimientos y el caos logístico global. Pero no queda ahí.
Las empresas mismas de transporte, en teoría a salvo del colapso del just in time, no están al margen de la fragilización general de las empresas a la que llevaron los años de exuberancia del capital especulativo. Los transportes, como todas las empresas medianas y grandes, cambiaron su forma de gestión para «librarse de la grasa», como decía López de Arriortúa.
Esta semana en una revista sectorial, el Presidente y CEO de Union Pacific, Lance Fritz confesaba:
Gestionamos la red con los recursos justos. No reconocimos la acumulación de riesgos que teníamos frente a nosotros, con el COVID que continúa afectando la disponibilidad de las tripulaciones, el crecimiento [del volumen] que se avecina y los eventos climáticos.
Cuando vas justo, simplemente no tienes muchas oportunidades de recuperarte rápidamente. Tuvimos problemas y el stock acumulado de mercancías [sin mover] creció, y tuvimos que tomar algunas medidas bastante importantes para solucionarlo. [Pero no] lo hicimos hasta el segundo cuatrimestre.
Los trabajadores de la compañía le respondían en Facebook:
Érase una vez tres cuadrillas de hombres en el patio que solo tenían que trabajar 40 horas a la semana frente a dos cuadrillas de hombres en el patio que golpeaban el balasto durante 60 horas a la semana.
Los trenes de carretera generalmente entraban y salían a las 12 horas o antes... ahora no llegan y los empleados trabajan 14 horas al día. Yardmasters dirigió el espectáculo e hizo un gran trabajo... esos trabajos fueron eliminados.
La longitud máxima del tren era de 7000 pies, ahora en ave son 9000. Ni siquiera pueden entrar en los patios congestionados. Los inspectores de automóviles inspeccionaban los vagones, ahora deben hacerlo las cuadrillas. Los encargados de los frenos recorrían los patios para acelerar el movimiento de la carga... pero ahora no están y los trenes se encuentran fuera de los patios.
Había suficientes motores para no tener que maximizar el tonelaje y desarmarlos. Había suficientes patios para guardar los vagones, pero ahora muchos patios han sido cerrados y vendidos para maximizar ingresos. Los conductores en formación se capacitaban durante 5-6 meses. Ahora se forman en dos, poniendo a todos los empleados en riesgo de seguridad...
Los empleados disfrutaban del trabajo. Los empleados ahora odian el trabajo. El número de accidentes y lesiones ha subido hasta las nubes. Los convoyes se organizaban, no se juntaban sin más produciendo que los trenes se detuvieran en cada terminal obstruida. Los clientes solían estar contentos. Las únicas personas felices ahora son los tipos de los fondos de inversión. ¡La vida ferroviaria realmente apesta!
Otro trabajador sentenciaba irónicamente:
Reduces la plantilla en un 30 %, las locomotoras en un 30 % y los vagones en un 30 % y luego te preguntas por qué no avanzas. Es totalmente desconcertante.
Pero ¿cómo piensa esta gente?
Otro ejemplo lo tenemos en la supuesta «crisis global de equipajes perdidos». En Frankfurt, el jefe de Fraport, la empresa que gestiona el aeropuerto confesó que guardan 2.000 maletas que no saben a quien entregar. ¿Su idea para que no vuelva a ocurrir? Pedirle a los viajeros que no compren maletas negras y que personalicen su aspecto para que sea más fácil encontrarlas en el marasmo que una gestión a base de «llevarlo todo justo» ha producido.
No es ni mucho menos el único caso en el que la respuesta de la burguesía corporativa a un problema de gestión de producción es a simple vista absurdo o contraproducente.
Netflix lleva perdidos al menos un millón de suscriptores. La razón, según las encuestas, es que la bajada de calidad de sus producciones y la presión adoctrinante de sus guiones disgustan a unos clientes que, cuando sus salarios reales se han visto reducidos por la inflación, han empezado a darse de baja.
¿Qué pensaron la pléyade de consultores y directivos que serviría para reducir la sangría de suscriptores? ¿Mejorar los contenidos? ¿Adaptarse a las demandas de una audiencia mayoritariamente no estadounidense a la que cuesta reflejarse en la doctrina interseccional y el wokismo? ¿Bajar precios para no suponer un porcentaje mucho mayor del soportable entre los gastos no básicos de sus clientes?
No. Lo primero: despedir trabajadores. Después cobrar un extra a los que comparten conexión incluso dentro de la misma casa... como paso previo a cobrar más al que se lleva la conexión de vacaciones. Y en vez de bajar precios, crear una nueva suscripción básica en la que habrá que aguantar publicidad y que podrá acceder a menos contenidos. Esta gente si que sabe hacer una oferta atractiva a un consumidor descontento: más control, nuevos pagos por usos que eran gratis, menos contenidos -aunque igual de malos- y encima... anuncios. ¡Infalible!
¿Hay arreglo? ¿Se puede mejorar el sistema mejorando a las empresas?
Es la misma lógica de siempre, el recetario de cualquier escuela de negocios. Primero reducir al mínimo los trabajadores y precarizarlos al máximo. Algo que normalmente se acompaña de una bajada de la calidad de los productos y materias primas empleados. Es una forma poco visible, aunque tan irritante como la reduflación, de subir los precios. Y al mismo tiempo vigilar y perseguir a los clientes para convertir básicos gratuitos en extras de pago, encontrando así nuevas cosas que monetarizar, sea la intimidad de los usuarios o cualquier otra cosa. Todo vale. Como si no hubiera un mañana... literalmente.
No es sólo un estilo de gestión, expresa en la pequeña escala de cada empresa individual contradicciones fundamentales. Son estas contradicciones las que hacen que las ideazas de la burguesía corporativa y sus consultores parezcan disfuncionales. Pero no lo son, como tampoco son el producto de una especial torpeza de unos u otros.
Son disfuncionales para las funciones que dicen cumplir... porque es la única manera en que pueden ser funcionales a su verdadero objetivo en el sistema: obtener rentabilidad para los capitales invertidos en ellas. Ejemplo: En el capitalismo de hoy, Exxon duplica beneficios y Repsol los triplica no porque hayan encontrado una solución al desabastecimiento, sino precisamente porque hacen beneficios extraordinarios gracias a él.
En realidad no es que la mala gestión de las empresas empeore un sistema mejorable, es que el sistema da forma a su imagen a las empresas. Por eso estas cada vez son más contradictorias con la satisfacción de las necesidades humanas para la que deberían servir sus productos.