Emergencia económica
La situación de emergencia económica que estamos viviendo -inflación general de precios, escalada de precios de la energía y alimentos básicos, reducción de salarios reales y capacidad de compra- es una versión acelerada de lo que el gobierno y la clase dirigente española esperaban del Pacto Verde. Lo que viene ahora es la caída de la actividad económica y un «pacto de rentas» que, con tal de parar la inflación -que no fue causada por los salarios sino por los márgenes exagerados de las eléctricas, el desastre ucraniano y el bloqueo a Rusia- va a comerse casi un 20% del poder de compra de un salario típico.
Emergencia económica: La guerra llega a la alimentación, la industria y las condiciones de vida
Los combustibles han subido ya casi un 10% desde el comienzo de la guerra en Ucrania. La alimentación da cifras aún peores. Basta ir al mercado para darse cuenta de que los precios de los consumos ordinarios de una familia se han desbocado.
Para colmo de males, el paro patronal de los transportistas, pequeños propietarios contra las cuerdas por la subida del combustible, amenaza con producir escasez en la distribución de verduras y frutas a partir del lunes. La situación es crítica ya a día de hoy para los ganaderos: la falta de camiones hace que la leche no pueda sacarse de las granjas ni el pescado de las piscifactorías. Y, después de tres días, la capacidad de almacenamiento está llegando a su tope. Hoy se tirarán miles hectólitros de leche en las pequeñas explotaciones.
Pero la emergencia económica no se limita al circuito alimentario. La industria no va mejor. Sus insumos de disparan, los precios de la electricidad destruyen los márgenes y al desabastecimiento global de componentes se une ahora la falta de repartos. La industria electrointensiva pide una moratoria en el pago de derechos de emisiones para enfrentar la subida de precios energéticos con la tesorería al límite mientras fuerza a que los trabajadores tomen vacaciones y plantea nuevos ERTEs.
La bomba más cercana cayó a más de 2.700 km de la frontera norte española, pero la guerra está ya presente bajo la forma de emergencia económica. Y con ella el miedo recorre la sociedad entera. El gobierno organiza comboyes militarizando de facto los suministros y el temor a que un bloqueo del gas ruso por la UE acabe en «gran apagón» convierte de repente a las velas en uno de los productos más demandados en los supermercados.
A paso legionario de la emergencia económica a la economía de guerra
Ante la emergencia económica, todos los think tanks y gabinetes de economistas han empezado a recortar previsiones. Empezando por la OCDE y el Banco Central Europeo que ya avisa de que emprenderá una subida de tipos para contener una inflación disparada.
El problema es que subir tipos y reducir compras de deuda emitida por los estados equivale a subir los costes de financiación tanto de las empresas como del estado. Si a las empresas se les carga aún más la cuenta de resultados, en el contexto de hoy no sólo invertirán menos, contratarán menos también. Y si se aumentan los costes financieros del estado se reduce su capacidad de gasto cuando más importante es para mantener la actividad económica.
Pero aunque parezca mentira, es lo que se pretende. Es la fórmula estándar para controlar los precios de los bancos centrales: reducir la actividad económica hasta que los despidos y cierres producen una bajada de salarios que tira de los precios hacia abajo. No hay política de «enfriamiento de la economía» que no signifique una redistribución de rentas del trabajo al capital.
La jugada no deja de ser arriesgada para el capital nacional. Por eso el estado se hace más presente que nunca usando su poder para llegar al mismo lugar -la bajada de salarios- sin devaluar el capital demasiado en el camino. Ese el significado real de «Pacto de Rentas» y del «Plan de respuesta a las condiciones económicas de la guerra», la piedra de toque de la economía de guerra con la que el capital español pretende hacer frente a la emergencia económica que se venía dibujando y que la guerra de Ucrania ha hecho estallar definitivamente.
No es por un exceso retórico que el propio gobierno y sus portavoces mediáticos hablan ya de «economía de guerra». En el centro de las nuevas políticas frente a lo que ya se reconoce como una emergencia económica: la intervención del estado -con o sin la UE avalándola- en el mercado energético y el famoso «pacto de rentas».
El problema del paso a la economía de guerra es que no soluciona las contradicciones que llevan a su adopción, sino que más bien las agudiza.
Las contradicciones de la economía de guerra española
Las contradicciones del sistema de precios eléctricos del Pacto Verde: suicidio por éxito
El gobierno quiere poner un tope al peso del coste del gas en la generación eléctrica. En el sistema europeo la fuente energética más cara, la que se contrata cuando toda la demás está ya empleada al máximo de su capacidad es la que determina el precio que se paga por kilowatio producido en cada subasta diaria.
Con las distorsiones impuestas por la compra de derechos de emisión de CO2 que deben comprar los ciclos combinados eso significa que el gas (y el carbón) resultan mucho más caros que las fuentes limpias, que tendrán márgenes mayores cuanto mayor sea la distancia entre el coste de la generación a base de combustibles tradicionales y su coste de generación.
Así se aseguran beneficios extraordinarios para las renovables, «beneficios caídos del cielo» para hidroeléctricas y nucleares ya amortizadas y por tanto, supuestamente, incentivos para aumentar el parque de generación limpia.
Es decir: la subida del gas impacta en el coste de generación eléctrica como si toda la electricidad se generara con gas aunque, como es lógico, las eléctricas intenten usar la menor cantidad de gas posible.
Lo que ahora llaman «el chantaje de Putin» y que empezó mucho antes de la guerra, no es el resultado de ningún chantaje ni la causa inesperada de la emergencia económica. Es en realidad el resultado del diseño intencionado del sistema de fijación de precios eléctricos, el núcleo del Pacto Verde, que ofrecía a Rusia la posibilidad de subir precios y sacar su tajada de lo que en realidad había sido pensado desde el origen como una exacción de los salarios de los trabajadores europeos.
El resultado en la situación actual no es que el sistema falle, sino que funciona «demasiado bien»: las eléctricas «se forran» salvajemente reduciendo la capacidad de compra de los salarios. El «inconveniente» es que los precios del gas han subido tanto, que las rentabilidades aseguradas de las eléctricas se han convertido en un lastre para la industria y el capital nacional al que debía servir de salvavidas.
...y las contradicciones de «poner un tope al precio del gas»
El problema de poner un tope ahora un tope a los precios de gas es doble. En primer lugar el Pacto Verde va, como todo en el capitalismo, de atraer y concentrar capitales en un entorno de competencia global. Para eliminar riesgos al capital todo el sistema de fijación de precios está blindado legalmente.
Ya hemos visto que las eléctricas están dispuestas a hacer valer la «seguridad jurídica» cuando el gobierno intento paliar las primeras subidas reduciendo una parte de los «beneficios caídos del cielo» de las eléctricas. Es decir, a pleitear con todas las posibilidades de éxito y acabar obteniendo unas indemnizaciones gigantescas del estado que reviertan buena parte del impacto de la medida.
Pero no es sólo eso. Si el gobierno español se lanza a imponer la medida por su cuenta, su capacidad de atraer en el futuro masas de capital como las que están llegando al desarrollo de plantas fotovoltaicas y eólicas se vería dañada. El capital asociaría un riesgo a las promesas españolas que no asociaría a otros países europeos.
Y lo que es casi peor. Aunque la interconexión eléctrica con Francia es muy escasa -a pesar de los intentos españoles- existe. Y si el precio eléctrico español baja por las medidas gubernamentales, Francia llevaría al máximo su capacidad de compra, aumentando la producción eléctrica española que satisfaría la demanda extra del único modo posible: consumiendo más gas. El balance sería triste para el capital español: aumentaría importanciones gasísticas para subvencionar una parte de la producción eléctrica de su vecino.
De ahí la gira europea de Sánchez y retrasar las medidas hasta la cumbre del día 29 con tal de que sean «europeas». El gobierno no quiere perder competitividad para el capital nacional frente a otros destinos europeos, ni que la efectividad de las medidas se desvanezca entre pleitos y transferencias a Francia.
El problema es que la gran industria le dice que no tiene pulmón ni para aguantar lo que queda de mes y si la gran industria no tiene, podemos imaginar a la pequeña burguesía y a los trabajadores.
La lucha de clases, esa inevitable compañera de la emergencia económica
La respuesta de la pequeña burguesía ya entre las cuerdas era inevitable. Siguen, sin perspectiva de tregua, las movilizaciones de transportistas y camioneros, los primeros en sentir el impacto de los precios del combustible.
El gobierno bien puede echarle las culpas de la emergencia económica a la ultraderecha y movilizar 15.000 policías para reprimir los piquetes, pero el fondo es innegable: los propietarios de microempresas -el camionero con uno o dos camiones, los taxistas, el dueño de un pequeño taller, etc.- no tienen pulmón para aguantar un mes y esperar pacientemente a que «los precios se calmen». Tampoco muchos de los agricultores que tomarán Madrid el domingo aunque el gobierno, para paliar los efectos de la sequía sobre sus cuentas de resultados, les haya dado ya un 20% de descuento en IRPF y créditos baratos.
Asfixiados por los costes al alza que convierten en ruinosos los contratos ya firmados con sus clientes, y enardecidos por la propia propaganda de guerra machacada por el gobierno y los medios, reaccionan a la emergencia económica proyectándose en sus pares ucranianos y envolviéndose en banderas nacionalistas. No es que la ultraderecha los instrumentalice, es que la ultraderecha es la vía abierta que tienen en casi todo el territorio para articular y expresar políticamente su revuelta, igual que el independentismo fue -y volverá seguramente a ser- en Cataluña.
Se impongan o no sobre el gobierno, se articulen políticamente en torno a la ultraderecha o el independentismo, sabemos bien cuáles son sus reivindicaciones no solo frente a los capitales mayores sino frente a los trabajadores: poder pagar salarios por debajo del de subsistencia y no dar tregua a la precarización.
Porque la única manera que tienen de sobrevivir a la concentración de capitales que se desboca con cada acelerón de la crisis, es aumentar la explotación de sus asalariados, llevarla más allá todavía que sus competidores de mayor escala y poder así mantener la rentabilidad en pie en mitad de la emergencia económica.
¿Y los trabajadores?
Quien recibe de lleno el golpe de la emergencia económica son, somos, los trabajadores. Y la primera reacción está siendo de miedo y precaución. Los datos que están saliendo de los mercados y supermercados, de los sitios de comercio electrónico y de los comercios tradicionales hablan de un aumento de compras de bienes básicos en el marco de una caída general del consumo.
Ante la emergencia económica, las familias trabajadoras han rellenado la despensa esperando una subida de precios y congelado el gasto ante el temor de nuevos despidos.
La emergencia económica que estamos viviendo -inflación general de precios, escalada de precios de la energía y alimentos básicos, reducción de salarios reales y capacidad de compra- es una versión acelerada de lo que el gobierno y la clase dirigente española esperaban del Pacto Verde. Lo que viene ahora es un Pacto Verde acelerado bajo el marco general de algo cada vez más parecido a una Economía de guerra.
No significa otra cosa que la caída de la actividad económica y un «pacto de rentas» que, con tal de parar la inflación -que no fue causada por los salarios sino por los márgenes exagerados de las eléctricas, el desastre ucraniano y el bloqueo a Rusia- va a comerse casi un 20% del poder de compra de los ingresos de una familia trabajadora típica. La emergencia económica se convertirá así en una redoblada «emergencia social».
Y mientras el gran capital lleva la batuta con el gobierno e intenta convertir su propio colapso en un nuevo «contrato social» a costa nuestra, la pequeña burguesía se está haciendo presente para salvarse de la quema y rebotar sobre los trabajadores -directamente, a través de los precios o a través del estado- una parte aun mayor del coste de esta emergencia para los beneficios del capital.
Los sindicatos han dejado claro de qué lado están a la hora de enfrentar la emergencia económica. Han declarado sin vergüenza estar dispuestos a aceptar «sacrificios» que serán, además, permanentes, unos nuevos «Pactos de la Moncloa» que condicionarán, como una lápida alrededor de cuello de los trabajadores, los años por venir.
No podemos contar con los sindicatos ni con los partidos de izquierda, estén dentro o fuera del gobierno para nada que no signifique más empobrecimiento, más militarismo y más «sacrificios» por la rentabilidad de las inversiones de la clase dirigente. Cuando hablan de emergencia económica, cocinan la emergencia social y la aliñan con paliativos que solo cubren las situaciones más sangrantes... y ni siquiera todas.
No estamos hablando de privilegios ni demandas a costa de nadie. Estamos hablando del acceso a la alimentación, la vivienda y la energía de todos, de necesidades humanas universales que tienen una naturaleza muy distinta de la búsqueda de exenciones, rebajas de impuestos y precios especiales de pequeños propietarios y grandes industrias. Necesidades universales que nadie salvo los trabajadores, y sólo por nosotros mismos, podemos defender. Es hora de organizarnos y luchar de modo efectivo para hacerlo.