El nacimiento de la ópera
La ópera ha muerto. Murió hace ya tanto que, como la «gran música» en general, es difícil tener hoy un destello de lo que significó para la comprensión del mundo de millones de personas. Pretender revivirlo en los grandes festivales alemanes, austriacos e italianos actuales es como tratar de entender lo que significaron las guerras napoleónicas asistiendo a una de esas reconstrucciones en las que cientos de voluntarios reproducen la coreografía de los ejércitos en una batalla que nadie vivo sufrió. Y sin embargo pocos géneros tienen una relación tan intensa, tan cercana a la actualidad de la lucha de clases a lo largo de cuatro siglos. La ópera arranca en las últimas fases del poder feudal y se desarrolla con el ascenso de la burguesía a clase dominante: desde las décadas que preparan la Revolución francesa y sus ecos continentales, a la liberación nacional alemana e italiana. En ambos movimientos la pequeña burguesía convirtió al género en un espectáculo « popular». Ese carácter interclasista de su audiencia, se conservaría durante todo el capitalismo ascendente para desaparecer con la relevancia social de las nuevas obras en la decadencia capitalista. Pocos géneros pues pueden mostrar en sus argumentos y tramas, una panorámica histórica mejor de cómo evolucionó la visión que de la época y su papel en ella, tuvo la burguesía.
Un género burgués
La ópera nace del que seguramente sea el primer programa de investigación histórico-cultural sistemático de la burguesía: la «Camerata fiorentina». La «camerata», aunque estaba bajo el auspicio de nobles que participaban de los trabajos, como tiempo después estará la «Royal Society», es ante todo el primer «laboratorio» artístico que se piensa como tal. Su objetivo: investigar el teatro clásico griego y producir un arte total -música, danza y teatro unidos en un único género escénico- que refleje el ímpetu universalista de la burguesía comercial renacentista frente al arte decadente de la aristocracia. Pero como buenos burgueses, toda investigación debe ser aplicada, generar producto. Resultado: «Dafne» (1598), la primera ópera.
En 1607 Monteverdi termina «La fábula de Orfeo», verdadera acta de nacimiento del barroco musical. Monteverdi, él mismo un ejemplo del ascenso del maestro artesano al pequeño burgués propio del siglo y protegido de «la República» burguesa por excelencia, Venecia, se defenderá de las críticas conservadoras de la época afirmando un mundo artístico estrictamente secular, arreligioso, con su arte y sus modos musicales propios, «la seconda prattica», en el que «las palabras son dueñas de la armonía, no esclavas»... del mismo modo en que la oligarquía burguesa veneciana no se sentía ya «esclava» de los lazos feudales y la Iglesia Católica que los simbolizaba y ritualizaba.
La ópera contrarrevolucionaria
El impulso de la «Camerata fiorentina» contrasta, en la misma época, con la pobreza del desarrollo musical inglés, donde la revolución burguesa (1640–1660) estaba ya madurando no solo subterráneamente sino también silenciosamente o al menos, amusicalmente, pues los puritanos rechazaban la música en el templo, reinstituida por Carlos I. Ni hablemos de la música profana o el teatro. Por eso, el género más similar a la ópera en la Inglaterra de la época era la mascarada, producto de la evolución de un ballet con recitativos y claramente imbuido de valores nobiliarios que parecían monstruosos a una burguesía puritana cada vez más encolerizada. La más famosa de ellas seguramente sea «Comus», con música de Henry Lawes sobre un texto de Milton (1634). Significativamente creada para celebrar el nombramiento de un conde como administrador de Gales, narra el secuestro y sometimiento de una joven noble por un mago (que la lleva a su castillo embrujada) hasta que aparecen sus hermanos y la liberan de su embrujo. Estamos muy lejos todavía de la virtud entendida como compromiso político o empecinamiento religioso y sumergidos en la moral morbosa y el doble lenguaje sexual de la aristocracia.
https://youtu.be/iS9cXWfVZXk?t=7m59s
La revolución cauterizaría el desarrollo operístico y alienaría a la burguesía británica del género a tal punto que las dos primeras óperas inglesas no aparecerían hasta 1683 («Venus y Adonis» de Blow) y 1689 («Dido y Eneas» de Purcell), ambas creadas por organistas de la abadía de Westminster -un cargo ligado al aparato eclesiástico real- y ambas escritas para ser representadas en privado, en círculos muy exclusivos de la corte. Solo la llegada en 1710 a Londres de Hendel, un alemán dedicado a la composición de óperas «italianas», puede considerarse el comienzo de la historia operística insular... y es difícil pensar en un autor más comprometido con la exaltación de la divinidad de la institución monárquica...
Ópera y monarquía absoluta
...salvo que hablemos del verdadero padre de la «ópera francesa»: Lully. Compositor favorito de Luis XIV, que bailó en público muchas de sus composiciones, integró la tradición teatral en francés con el ballet y y la forma de hacer recitativos de la «Comedie Francaise», modificando la estructura narrativa y musical para hacerla más ligera sin perder oportunidad de dar lucimiento, con pompa y solemnidad, a la dramaturgia y los espectaculares escenarios con los que el rey hacía gala de su poder. Y sin embargo, la ópera francesa no es una ópera contrarrevolucionaria como la inglesa. A través del drama corneilleano se cuelan en Lully sentimientos y contradicciones típicamente burgueses. Y puede hacerlo sin levantar escándalo porque es una «ópera de estado» en un momento en que el estado, la monarquía absoluta, ha ganado cierta equidistancia en la contención de burguesía y aristocracia.
Por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y otra. En este caso se halla la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza entre la nobleza y la burguesía.
Federico Engels. El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, 1884
Como se da perfectamente cuenta Voltaire, estos momentos en los que la virtud es sustituida por el deber y el deseo por el amor, reflejan algo más allá de las problemáticas sentimentales burguesas. Corre por debajo la relación contradictoria que late ya entre la burguesía y la monarquía absoluta que, representando el último obstáculo que se interpone en su destino -una palabra importante en los libretos operísticos- está al mismo tiempo allanando su camino hacia la hegemonía social. En el famoso recitativo «Enfin il est en ma puissance» («por fin está en mi poder»), momento cumbre del drama barroco, la tensión/atracción entre la burguesía y el rey, se siente desde el segundo verso: «Ce fatal ennemi, ce superbe vainqueur!» («Ese fatal enemigo, ese supremo vencedor»)...
El sucesor en la corte y el favor público y real, Rameau, que colaborará con el mismísimo Voltaire en una obra que no llegará a acabar, llevará al escenario real de Versalles tópicos entonces emergentes con una inocencia que evidencia el bisoño carácter de los sentimientos burgueses de la época. Por ejemplo, en «Los salvajes», una divertida pieza compuesta en 1736 y que incluiría en la ópera «Las Indias galantes», los indios americanos celebran la paz con las tropas franco-españolas reivindicando la vida sencilla y sin pretensiones de grandeza. Cantan felices, «disfrutemos de las cosas tranquilas, ¿se puede ser feliz de otra manera?». Está aquí ya Rosseau y su buen salvaje, pero también la semilla del muy actual amor por el exostismo asociado inevitablemente a los sentimientos entonces conservadores, hoy reaccionarios, de la pequeña burguesía.
En la década siguiente la ópera ya está madura para una renovación abierta y francamente burguesa. Vendrá de la mano de Gluck y Mozart. Nuevos problemas y nuevas formas expresivas permitirán que se convierta en el género político por antonomasia, la base de los grandes monumentos musicales de la revolución burguesa.
(Continuará...)