El cambio de hora y el espíritu del capitalismo

Este puede ser el último año en que Europa tenga horarios diferenciados de invierno y verano. Después de abrir un espacio en su web para recoger opiniones en la que participaron cuatro millones y medio de personas, la Comisión europea trasladó a los estados la necesidad de eliminar el sistema actual. Algunos, como España, respondieron encantados, otros como Portugal, descubrieron una firmeza frente a Bruselas que seguramente ni ellos eran capaces de imaginar.
A simple vista el «debate del cambio de hora» es solo un teatrillo que ha aprovechado un consenso alemán para generar imagen democrática a la Comisión y el Parlamento frente a los estados. Pero hay más sustancia en todo esto. A fin de cuentas hablamos de la soberanía sobre el tiempo, de relojes, de un imaginario mucho más importante en la historia de la burguesía de lo que parecería a simple vista.
Cómo la burguesía se enseñoreó sobre el tiempo
Los primeros en percibir que la burguesía tenía una noción del tiempo que lo separaba de la Naturaleza fueron los teólogos medievales. Veían el préstamo con interés como una «venta de tiempo», que no era suyo, sino de Dios y por tanto un pecado «contra natura» que alimentaba a una fuerza satánica que lograba multiplicar el beneficio incluso mientras se dormía.
La usura no deja de trabajar aguijoneada por Satanás, la usura logra ejecutar este diabólico milagro. También por esto la usura es una afrenta a Dios y al orden que Dios estableció. No respeta ni el orden natural que Dios quiso poner en el mundo y en nuestra vida corporal, ni el orden del calendario que Él estableció.
Le Goff, «La bolsa y la vida»
Como ya vimos en nuestra serie sobre los fundamentos de la moral comunista, a partir del siglo XIV y abiertamente en el siglo XVII la burguesía descubrirá en el reloj mecánico su metáfora social. La idea de organizar la sociedad como un «mecanismo bien engrasado» que pudiera «dominar el tiempo», lo que Keynes llamó «el poder del interés compuesto», es decir, la acumulación del capital, está en la base de la utopía de una sociedad en «ascenso perpetuo», del «Nuevo Jerusalem» de su religión de la mercancía.
No eran solo metáforas literarias. El dominio del tiempo es algo práctico cuando se pasa de los ritmos de la producción agraria, marcados por los ciclos de luz y las estaciones, a los industriales, donde la plusvalía está en el centro de todo el sistema y la fuerza de trabajo se contrata por horas.
El «tiempo burgués» domina desde el primer momento en la fábrica, regular, monótono, arbitrario... y siempre acelerado por nuevos ingenios mecánicos que mejoran la productividad. Pronto llegará el cronómetro taylorista, la medida obsesiva de los tiempos y los movimientos para sustituir trabajo vivo -personas- por trabajo muerto -máquinas.
El proletariado no solo era una nueva clase social, también vivía una nueva experiencia humana bajo un tempo vital nuevo. La transformación capitalista es, a través de la experiencia del ritmo de la producción, transformadora de esa famosa «naturaleza humana» que la burguesía imagina como un autómata, un mecanismo similar a un reloj, con alma.
Pero la revolución industrial no ocurrió exclusivamente a puerta cerrada, tras los muros de las fábricas. El ferrocarril llevará la máquina y el tiempo del taller sobre el territorio, creando la nación con sus raíles. El choque entre el tiempo social y el tiempo burgués será inmediato.
«La hora» era entonces la hora natural, marcada por un reloj de sol en cada plaza. Es decir, la hora de Barcelona difería en más de veinte minutos de la Madrid y la de Madrid en más de diez de la de Badajoz. La dificultad para calcular enlaces ferroviarios, cambios de línea y efectos de los retrasos era evidente.
En 1847 John Bredall, la mano derecha de Thomas Cook, publicó el primer libro de horarios con todos los ferrocarriles del continente. El libro -de más de un millar de páginas- especificaba los horarios locales de llegada y salida de trenes, su relación con la hora londinense y los tiempos empleados en los trayectos.
En 1873 apareció una edición resumida y pronto, en América, comenzarían a aparecer réplicas. La burguesía se adaptaba y trampeaba la hora solar, pero no podía dejar de verla como un atraso, como una carga que ralentizaba el progreso.
Y el progreso capitalista pasaba a partir de esa misma década por el imperialismo, la expansión terminal, hasta el cierre, del mercado mundial. Pero organizar un imperio mundial, como en ese momento era el británico, con una hora distinta en cada latitud contrastaba con la posibilidad física, gracias al telégrafo, de centralizar directivas y generar procedimientos sincronizados. El sueño de un autómata mundial, el Imperio Británico, requería de una «racionalización del tiempo».
Su impulsor será Sanford Fleming, canadiense de origen escocés, un americano anglosajón y un orgulloso caballero del Imperio Británico. Una personificación del burgués progresista del momento al que el Canadá moderno debe el ferrocarril interoceánico y sus puentes de acero, la filatelia el primer sello canadiense, los skaters los patines en línea, y las telecomunicaciones el cable telegráfico del Pacífico. Cable que, con centro en Londres, interconectó por primera vez África, Canadá, Australia e India, haciendo posible un gobierno imperial centralizado, un sistema de noticias global y las primeras transacciones financieras globales en tiempo real.
Fleming utilizó su fama y reconocimiento para movilizar y seducir a la administración imperial y tras esta, a la del joven vecino bioceánico, EEUU. Y así, en octubre de 1884, en Washington se reunía la Conferencia Internacional del Meridiano que aprobó la división del globo en 24 meridianos correpondientes a 24 horas.
Nacía el día global, que comenzaba a las doce de la noche del primer meridiano, cómo no, Greenwich, histórico observatorio de la Royal Society británica. Claro que evidentemente se dejaba a los estados nacionales la posibilidad de ajustarse más o menos, según su conveniencia al mapa de meridianos de referencia.
El dominio del tiempo por la burguesía toma la forma en la que ésta domina el territorio: la nación. Así que el tiempo, al hacerse burgués, se hace también nacional, producto de una regulación estatal, de una voluntad política que hará que China por ejemplo, solo tenga un huso horario a pesar de que, geográficamente, le corresponderían cinco.
La decadencia del tiempo burgués
La burguesía, que robó el tiempo productivo a dios, según decían los teólogos medievales, había robado ya el día al Sol.
Tras la imposición del sistema de husos horarios no hay, literalmente, otro Sol que el de la clase dominante. No hay concesiones... hasta 1916.
La Primera Guerra Mundial ha marcado el salto del capitalismo ascendente a una nueva era de crisis y revoluciones mundiales, el imperialismo se ha desarrollado hasta convertirse en una matanza de millones.
La desesperación de las clases dominantes por mantener con vida al capital nacional culmina su reagrupamiento en torno al estado. Se ensaya una nueva forma de organización de la burguesía en y a través suya, el capitalismo de estado, que lleva la lógica de la concentración y los monopolios un paso más allá, uniéndolos a la planificación del conjunto de la vida social de acuerdo con las necesidades de la guerra.
Como todos los cambios de fondo en el capitalismo, la decadencia se traducirá en el tiempo... y en los relojes.
Los combates en la primera guerra mundial son organizados al modo de las grandes fábricas del momento: ataques planificados a una hora determinada a lo largo de miles de kilómetros en un ballet de movimientos y objetivos determinado en los planes que cada día llegan a las unidades desde el alto mando.
El cronómetro se hace señor de la guerra, y el reloj de pulsera, hasta entonces poco menos que una curiosidad, se incorpora al uniforme de los oficiales.
Pero la evolución del tiempo no quedará en la anécdota. A finales de 1915 el alto mando alemán empieza a sufrir problemas de abastecimiento de combustibles. El gobierno ingenia maneras de recortar el consumo de los trabajadores, ya que el de las fábricas y las líneas de aprovisionamiento militar han de ser reforzados.
Alguien se acuerda de una vieja carta de Benjamin Franklin, otro relojero de la burguesía dieciochesca. Franklin proponía al «Journal de Paris» un juego con los horarios que, en teoría, permitía ahorrar en el consumo de velas, despertándose antes durante el verano para disfrutar de las primeras luces del día. Y así, el 30 de abril de 1916 el kaiser Guillermo establece el horario de verano. Gran Bretaña y Francia le siguen ese año. En 1919, la revolución alemana para la guerra, hace abdicar al kaiser y lleva al olvido el cambio de hora estacional.
Europa atrasa
El debate alemán de hoy presenta por un lado una serie de estudios que argumentan que el ahorro no ha sido tal o que no compensa los costos en salud.
Por otro, la asociación entre el cambio de hora y la economía de guerra es explícita. La prensa alemana recuerda que entre 1940 y 1949, el gobierno de Hitler volvió a imponer el cambio de horario estacional en Alemania y que si la medida se volvió a tomar fue por la vuelta de la crisis y el alza de los costes energéticos en los 70 y 80.
Nada simbolizaría mejor un capitalismo en crisis perenne que el juego con el reloj dos veces al año. Por eso la burguesía alemana y la Comisión europea se dieron cuenta pronto de que eliminar el cambio de horario podía servir de herramienta de propaganda, transmitiendo, en un momento crítico, la imagen de una Alemania y una Europa que podrían superar la era de la economía de guerra y las crisis.
Pero la verdad es que, nos hagan retrasar o no las manecillas de nuestros relojes, no pueden dar marcha atrás en el tiempo.