«El buen patrón», la película de los capataces
¿Cómo hacer la historia de una empresa industrial sin que los trabajadores tengan ningún papel? «El buen patrón» no es una metáfora sobre la sociedad capitalista, sino una maqueta a escala de la representación mediática de sus tensiones.
«El buen patrón», un discurso sobre el orden social y sus tensiones... desde el punto de vista de los capataces
El reto al que responde «El buen patrón» puede resumirse en una pregunta: ¿Cómo hacer la historia de una crisis en una fábrica sin que los trabajadores pinten nada?
En principio parece tener cierto mérito. Pero no es difícil, los medios dan el modelo todos los días: en Norteamérica 8.000 dueños de camiones con reivindicaciones antivacunas en Canadá tienen más cobertura que decenas de miles de trabajadores en huelga en Puerto Rico o en industrias icónicas estadounidenses; y en Europa hace mucho que la pequeña burguesía en todos sus sabores ideológicos -del nacionalismo al agrarismo pasando por el identitarismo- copa el relato de la «alteridad», la subversión y las supuestas alternativas dentro del sistema.
El director de «El buen patrón», Fernando León de Aranoa, lo decía sin complejos en una entrevista a El País: su escena favorita, la que plantea el conflicto a partir del que se generarán las tramas de la película, es esa en la que Blanco, el propietario, baja al patio de carga a resolver un problema de producción y entregas.
Miralles -el director de producción- discute en ella con otros capataces y especialmente con Khaled, el jefe de logística, como arreglar un desaguisado fruto de sus despistes, causados al final por sus problemas de pareja. El patrón, que entra acompañado del jefe de administración, centra la cuestión en la resolución del problema concreto pero decide intervenir invitando a Miralles a cenar para ayudarle a superar sus cuestiones personales y volver a centrar su atención en la fábrica, que es, obviamente, lo que le importa.
A partir de esta escena queda claro que toda la crítica que vamos a escuchar sobre el paternalismo hipócrita del propietario -establecido ya en la primera escena- va a ser la de los cuadros intermedios de la empresa. El mensaje de fondo no va a iluminar nada ni remotamente parecido a la resistencia y consciencia de clase de los trabajadores, sino el resentimiento de unos capataces que sienten que pueden llevar la empresa y explotar el trabajo mejor que el propietario.
«El buen patrón» quiere tocar todos los palos y vías de esa contradicción menor. Miralles acabará haciendo explícito el rencor acumulado de años, y generaciones, de segundón al mando. «Mi padre no salía a cazar con el tuyo, le cargaba la escopeta que es muy distinto», reprocha.
Las tramas paralelas mostrarán al «rebelde» y «womanizer» Khaled, plantar cara a Blanco después de dejar bien claro que él sabe explotar mejor a la plantilla... para acabar ascendiendo a mano derecha y ser lucido como muestra de «diversidad cultural» frente a los evaluadores externos. Y a la becaria de marketing, hija de un empresario amigo, representando el «ascenso de la mujer». La joven se impondrá como directora del área tras una trama sexual no excesivamente creíble con el patrón.
Se agradece de todas maneras en ambos casos, la ironía y la honestidad al presentar el carácter de clase de lo que se quiere representar.
«El buen patrón», el fascismo y los obreros
Pero donde «El buen patrón» muestra con obscenidad la cortedad de sus presupuestos ideológicos es cuando intenta explicar el fascismo. Es imposible explicar el fascismo al margen de la derrota de los trabajadores. Así que intentarlo es una batalla perdida de antemano en una trama en la que los trabajadores son puro atrezzo móvil.
¿Solución? Un trenzado inconsistente. «El buen patrón» abrirá con un preámbulo en que nos explicará que el fascismo nace de esos hijos cafres de los obreros que pegan a migrantes marroquíes en el parque y acaba con esos mismos muchachos moliendo a palos a un trabajador por encargo del patrón. El fascismo no sería lo que los patrones usan contra un movimiento derrotado sino el garrote con el que evitan que el movimiento surja y se encone. Antifascismo de garrafón.
Pero incluso para eso, el guion tenía que crear al objeto de los palos. Un conato, siquiera mínimo, de lucha de los trabajadores estaba descartado. Fuera a ser que se viera alguna relación entre los capataces y el fascismo [spoiler histórico: el fascismo es un movimiento nacido entre capataces, sindicalistas y tenderos]. Todo el empeño de «El buen patrón» es establecer un antagonismo donde sólo hay conflicto parcial entre patrón y capataces, manteniendo a la pequeña burguesía corporativa protagonista, con sus cosas, pero básicamente impoluta.
Así que la lucha de los trabajadores se representará de forma paródica con un contable despedido y ahogado que acampa en protesta a la puerta de la fábrica. Lo colectivo se reduce a protesta individual y el movimiento a acampe. Y por si fuera poco escarnio, se le retrata ruidoso, aislado, sin contacto con otros trabajadores -tan sólo el guarda jurado habla con él- y con un pésimo gusto para las consignas.
¿Difícil plantear una ruptura dramática? No tanto. Con tal de no perder imagen ante los jueces de un premio a la excelencia, el patrón acabará cediendo y ofreciéndole recuperar el puesto de trabajo perdido... o cualquier otro. Pero el contable lo rechaza. Ha descubierto -huelga decir que de forma poco creíble- la felicidad en la vida ultraprecaria de la acampada protesta en solitario.
«El buen patrón» apura así hasta las heces el vaso de la parodia clasista. Luchar no tiene nada que ver con conseguir objetivos, lo luminoso de la lucha colectiva transmuta en enajenación del individuo aislado y la reivindicación de las necesidades humanas colectivas se reduce a las ganas y el placer de joder al propietario.
Era difícil retratar mejor la mirada de la pequeña burguesía sobre las luchas obreras, pero hay que reconocer que lo consigue.
Las virtudes de «El buen patrón»
Al margen de su mensaje y perspectiva, «El buen patrón» está bien fotografiado y bien rodado, con oficio y medios. Durante la primera hora y pico el guion hace un alarde de costumbrismo, pero lo suficientemente comedido como para ser creíble y despertar los reflejos del espectador manteniendo su expectativa. Definitivamente, León de Aranoa tiene un oído estupendo y buena sensibilidad a la hora de retratar la psicología de todo personaje que no sea obrero.
La complicidad a la que invitan los diálogos se fortalece con una sólida dirección de actores y un sonido que, a diferencia de la mayor parte del cine español, colabora. Y los actores, especialmente un inmenso Bardem, lo aprovechan con lucimiento.
¿Una oportunidad perdida? No desde el punto de vista de la obra de León de Aranoa. Recordemos las tramas de «Los lunes al sol», la película que sienta «lo social» en el siglo XXI español a partir del retrato desestructurado de la derrota personal de los trabajadores que fueron víctimas de la reconversión industrial.
El único personaje capaz de mantener un norte moral, Santa, inspirado en un conocido sindicalista gijonés, quedará para la historia del cine español en un lugar equivalente al de la figura del anarquista en las películas argentinas: un utopista solitario, a la contra e impotente; un ejemplo de lo que «debería ser» un proletariado que, claramente, ha defraudado al director.
Esta culpabilización de los trabajadores, hecha entonces desde la melancolía y el retrato del desamparo, corre como un río subterráneo bajo «El buen patrón». Porque la película también viene a responder veinte años después a la pregunta «¿qué pasó con los que no quedaron en el paro?». Y León de Aranoa responde: «Ahí están, al margen de la trama, la acción queda en otro lado».
Es el paternalismo del capataz, menos florido que el del patrón pero aún más despectivo.
No cabía esperar mucho más, porque, no olvidemos, en la industria del cine, al capataz se le conoce como «director».