¿De dónde vienen las tensiones y desigualdades regionales españolas?
El gran proyecto de la burguesía decimonónica española, la creación de España como nación, se vió inevitablemente afectado por el desarrollo periférico de la clase social que debería haberlo protagonizado. En un país donde costó cuatro guerras civiles acabar con las aduanas interiores, unificar las leyes y convertir la tierra -el principal recurso productivo en un país agrario- en mercancía; la burguesía moderna había nacido mirando a los mercados exteriores: a Inglaterra en Asturias, Santander y Vizcaya y a Francia en la costa catalana, de Reus a Mataró, Sabadell y Manresa.
El fracaso de la revolución Gloriosa y del régimen del reusense Prim primero (1868-70) y de la I República después (1873-74), habían condenado a la burguesía a la reclusión de sus territorios de origen, en tensión por un lado con las clases latifundistas que controlaban el estado y por otro con los primeros movimientos obreros que ella misma había engendrado. Con ese panorama, su única expansión social, su única hegemonía posible podía darse en lo local, asimilando a una pequeña burguesía rural que se expresaba en los restos del carlismo y convirtiendo a éste en un regionalismo proteccionista.
Durante la Restauración (1874-1931) España no era tan diferente de la Rusia zarista: el estado estaba controlado por una aristocracia latifundista ligada a la monarquía y hegemónica en la producción de un país fundamentalmente agrario. A pesar de la apariencia democrática del «turno», el caciquismo rural y la escasa extensión del tejido industrial, mantenían alejada del poder a una burguesía que vió en el «desastre del 98» no solo el fin del acceso a los mercados ultramarinos, sino, sobre todo, la incapacidad del estado para crear una nación moderna.
No solo las protestas obreras contra las guerras coloniales tuvieron cada vez más violencia (culminando con la «Semana Trágica» de 1909), el campesinado no se sentía «nacional», huía y rechazaba las levas. El «pueblo», esa masa de campesinos, jornaleros, obreros y pequeña burguesía rural, manifestó claramente durante décadas la ajenidad que le generaban las causas guerreras patrióticas del régimen. La causa principal a los ojos de la burguesía liberal era que las clases latifundistas en el poder en el Parlamento, tradicionalmente aliadas a la Iglesia, no habían sabido imponerse a ésta creando un sistema nacional de enseñanza porque a pesar de que siempre se proyectara y se aprobaran leyes para desarrollarlo, nunca se le adjudicaba financiación y no pocas veces, especialmente cuando gobernaban los conservadores, se adjudicaba su gestión a tradicionalistas católicos.
La respuesta burguesa se expresó en dos tendencias. Por un lado, la conversión de los regionalismos y foralismos en nacionalismos locales en Cataluña y Vizcaya, aliándose con la Iglesia en ambos casos. Por otro, apoyarse en el estado para construir infraestructuras, expandiendo el mercado interior y la producción agroindustrial moderna: el famoso «regeneracionismo». El resultado, necesariamente incompleto en un país gobernado por las clases poseedoras agrarias, es una fuerte desigualdad entre las dos orillas del Ebro y una migración interna que durará décadas y que reflejará la incapacidad del estado para propiciar un desarrollo capitalista moderno en las regiones agrarias. El resultado es todavía visible en el mapa de población y renta per capita española.
La primera guerra mundial sirvió para dar el empujón final a esta regionalización de la estructura de clases española en un momento en el que el capitalismo mundial estaba entrando en su fase imperialista y modificando en consecuencia su estructura interna hacia la hegemonía del capital financiero y la concentración monopolista.
Como la siderometalurgia y el naval -situados mayoritariamente en el Cantábrico- fueron los grandes «ganadores» internos de la Guerra Mundial, el resultado se tradujo en una peculiar estructura bancaria en el eje Madrid-Santander-Bilbao, cuya fusión definitiva, que era también una fusión de sectores de la burguesía y el viejo régimen alrededor del estado, se simbolizó en la geografía capitalina en la Gran Vía creada en los años 20, un verdadero desfile de grandes bancos, la mayoría con sede social en el Norte y de los nuevos monopolios tecnológicos, desde las eléctricas a la Telefónica, que estrenó muy simbólicamente su sede en 1929. El mapa de sedes sociales del gran capital financiero y los grandes oligopolios (electricidad, telecomunicaciones, carbón, siderometalurgia, naval, etc.) quedaría, hasta hoy, como un triángulo entre las ciudades costeras del Cantábrico industrial, Barcelona y su zona de influencia y la capital.
Solo las cajas de ahorro, nacidas de la Iglesia y absorbidas por el estado corporativo franquista, que hizo suyos parte de los planes regeneracionistas, ampliaron mínima e insuficientemente el mapa, ganando magras bases en Andalucía1, Zaragoza y Valencia2. Ni siquiera Galicia ha conseguido sumarse al mapa a pesar del empeño durante décadas de la Xunta y el desarrollo de una industria global textil. Supieron aprovechar la bonanza financiera local de los 80 y 90 -no ajena al dinero negro- pero no consiguieron consolidarse financieramente, como era lógico, sobre bases propias, sino en alianza con la gran banca privada ya establecida.
La mudanza de sedes sociales propiciada por las tensiones separatistas en Cataluña estos días no va a cambiar tampoco ese mapa. Tan solo lo centralizará un poco más, como un reflejo tardío, senil e inconsciente de aquella revolución que la burguesía española nunca consiguió culminar en su juventud progresista.
Notas
1. No es casualidad que sean Málaga, Zaragoza y Valencia. Málaga, que fue un foco de primera hora en la industrialización española con los Larios, Heredia y demás; se vió ahogada por el triunfo del proteccionismo catalán y vasco y la ausencia de infraestructura de transportes. Las nacientes y proteccionistas burguesías del Norte alentaron en la capital un verdadero bloqueo económico. La violencia a la que llegaron en la batalla por asfixiar el desarrollo capitalista meridional, llegó en un momento a materializarse en una expulsión de los gitanos de la provincia como forma de privar de mano de obra a las fábricas de carbón, aperos y textil malagueñas. La ausencia de transportes económicos hacia el Norte, únicos mercados solventes cercanos, y la llegada del «coke», un carbón más productivo, acabó relegando al capitalismo industrial andaluz a curiosidad histórica. [Volver]
2. Valencia y Aragón representan el éxito del modelo agro-exportador regeneracionista del final de la Restauración. Si el teórico del modelo fue el aragonés Joaquín Costa, culturalmente sus resultados fueron respresentados por Sorolla y Benlliure en las artes plásticas y por el escritor y político republicano federal Vicente Blasco Ibañez (autor de «Cañas y barro» donde relata la transformación del agro valenciano, del best seller mundial «Los cuatro jinetes del Apocalipsis» donde narra la 1GM desde el punto de vista de la burguesía liberal española y, sobre todo, «El intruso» donde salda cuentas con el nacionalismo católico y racista de la burguesía vasca inspirándose en la vida de personajes bien conocidos de la burguesía de Bilbao). El franquismo ampliaría posteriormente el modelo de burguesía local exportadora con la incorporación del turismo y el desarrollo del cooperativismo agrario y las cajas de ahorro ligadas al estado.[Volver]