Cuatro estaciones en la Habana
La serie del verano en España es «Cuatro estaciones en la Habana», una adaptación de las novelas policiales de Leonardo Padura. Filmadas con guión impecable y ritmo perfecto, trasladan un retrato en género negro del régimen castrista en la fase inmediatamente anterior al «periodo especial» de los noventa.
Cuando el aparato político y el capital nacional se funden completamente -como en el capitalismo de estado cubano- todo retrato social medianamente honesto se convierte automáticamente en crítica política, tenga o no voluntad de serlo. El arte de la burocracia cubana consiste en convertir la disidencia más o menos involuntaria en producto de exportación al gusto de las progresías europeas y sudamericanas. Es Dorian Grey retocando su retrato en Photoshop y vendiéndolo en el «duty free».
En eso, Padura, ha conseguido lo más difícil: producto premium de la burocracia, es su retrato íntimo y su conciencia oficial, su «quejío» y su confesor. Si en «Vientos de la Habana» nos deja entrever los lazos entre la corrupción de barrio y el aparato represivo, en el segundo episodio de la serie, ya emitido, «Pasado perfecto», nos enseña -con cierto pudor- sus casas y sus enjuagues con el capital internacional, el cinismo de su lenguaje y la sordidez de un «sálvese quien pueda» con un pie en Miami y una mano en Panamá.
Pero en países de «modelo exportador» como la Cuba de entonces y de hoy, a los que Lenin llamaba semicoloniales, la expresión artística remite una y otra vez a la mirada «de fuera», al molde en el que la burguesía local querría caber. Por eso cuanto más «cubanazo» quiere hacer Padura a su protagonista, más sabor a Vázquez Montalbán toma su prosa y más cara del Pepe Sacristán de finales de los ochenta se le pone a Perugorría. Una elección obvia, sí, pero excelente en el casting. A estas alturas Perugorría es el castrismo tardío hecho actor. Una estrella pasadita de madura que carga con kilos de más y capacidades de menos, supliendo carencias con el rictus estoico de un viejo guerrero abandonado por sus generales.
Y es que Padura entero es un ejercicio de sadismo del poder. Porque no hay mayor sadismo que el cinismo de una clase dirigente que busca ser compadecida: trileros quejosos de atritis que después de sesenta añazos en el poder juegan con una mano al victimismo y con otra a la nostalgia, mientras esconden a la vista, la bolita de la explotación y la represión que nunca soltaron y que les dio su fortuna.