COP26 Glasgow
La COP26 se abrió el domingo en Glasgow con compungidos discursos reales, metáforas bélicas y toneladas de hipocresía catastrofista, pero también con las significativas ausencias de los dirigentes de Brasil, México, Sudáfrica, Rusia y China. Los medios informan con cuentagotas del contenido de las reuniones y discusiones y prefieren jugar a alimentar la «ansiedad climática» de los más jóvenes. Pero lo que está sobre la mesa en la COP26 va mucho más allá de los compromisos de emisiones e incluso del cambio climático. Se discute en realidad el lugar de cada país en la nueva división internacional del trabajo del Pacto Verde.
¿Cualés son las partes en conflicto en una COP?
COP son las siglas en inglés de «Conference of Parts». La COP26 es la 26ª edición del encuentro que la ONU organiza entre las partes involucradas -y enfrentadas- por las emisiones causantes del cambio climático. Por eso se inaugura con los estados insulares que temen que un incremento del nivel de los mares les haga perder territorio, lo más sagrado para un estado.
Pero como es lógico, los problemas de los pequeños estados insulares polinésicos y africanos ocupan poco más que unos minutos rituales. En realidad, desde la COP1 de Berlín en 1995 estas reuniones se plantean como un pulso entre los estados más capitalizados -UE, EEUU, Gran Bretaña, Canadá-, que claman por un Pacto Verde, y los países semicoloniales que se resisten a adoptarlo, apoyándose en Rusia y China unas veces y en los países productores de petróleo otras.
Cuando Greta Thunberg y otros «activistas» atacan a los «dirigentes mundiales» por la lentitud en la consecución de acuerdos de reducción de emisiones en estas cumbres, no están atacando -salvo durante el paréntesis Trump- a los dirigentes de los grandes estados industriales, sino a los de los países semicoloniales.
¿Por qué los países semicoloniales se resisten a acuerdos de reducción de emisiones?
La forma concreta que toma la reducción de emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero como el metano es el Pacto Verde. En su núcleo, fundamentado en los acuerdos de Kioto y París, significa crear una serie de mercados de emisiones de CO2. Estos mercados especulativos venden derechos de emisión que los estados hacen obligatorios en distintos ámbitos como forma de aumentar los costes del uso de combustibles contaminantes y hacer relativamente más competitivas las energías limpias y las tecnologías ligadas a ellas.
Esto, como hemos visto ya en Europa con la factura eléctrica, solo puede traducirse en una subida general de precios y por tanto en una transferencia masiva de rentas del trabajo al capital. En primer lugar al capital invertido en las grandes empresas eléctricas que son el corazón del capital nacional en cada país. Pero después a todos los sectores a los que se vaya obligando a comprar derechos de emisión.
La UE por ejemplo, quiere hacerlo en automoción (en 2030 no podrán venderse más coches con motor a combustión), transporte aéreo y marítimo (los fletes), carnes y lácteos y vivienda. En eso consiste Fit for 55 su plan, en teoría, de aceleración de los «objetivos climáticos». Ni que decir tiene que las grandes empresas están encantadas. En el sector de la automoción por ejemplo calculan que el paso al coche eléctrico les permitirá pasar de una rentabilidad del 5% a cifras cercanas al 10%.
Pero lo que para los países más capitalizados es una pura y simple transferencia de rentas de los trabajadores, para los países semicoloniales supone una pérdida de competitividad y rentabilidad. Un ejemplo: la subida de precios de los fletes internacionales, que han de abandonar el combustible que actualmente usan, conocido como bunker, se traduce casi en su totalidad en una reducción de márgenes para países que exportan materias primas cuyos precios no tienen capacidad de fijar.
Además, en países como India, el abandono de las fuentes más baratas de energía como el carbón a favor de las renovables, no solo pondría en cuestión a la industria exportadora, obligaría a una inversión masiva de capital que difícilmente podría obtenerse ni rentabilizarse a corto plazo. Por eso países como Argentina piden canjes de deuda externa por inversiones en transición energética, México exige financiación antes de comprometerse a cifras significativas y otros, como Bolivia denuncian el «colonialismo del [dióxido de] carbono».
¿Por qué COP26 marca un cambio de rumbo?
Y sin embargo, en la COP26 se anunció ayer un acuerdo contra la deforestación que incluía a Brasil, Indonesia, Rusia y RDC, cuatro de los países que, en principio, eran más reticentes. India anunció su futura entrada en el Pacto Verde con la vista puesta en 2070, diez años después de China, que reafirmó su objetivo de neutralidad en 2060.
No es sorprendente. A pesar de la campaña permanente de EEUU contra lo que Biden ha llamado «política climática atípica» de China, la realidad es que Pekín se ha convertido en el líder mundial en energía solar (254.355 MW frente a los 75.572 de EEUU), solo en 2020 instaló más del triple de capacidad eólica que cualquier otro país del mundo y planea producir este año el doble de baterías eléctricas para coches que todo el resto del mundo.
Rusia, por su lado, ha aprovechado el foco dado por la COP26 para unirse al objetivo 2060. Espera ganar tiempo para, a corto y medio plazo, seguir utilizando las debilidades estratégicas en las que el Pacto Verde europeo ha dejado a Alemania y la UE para aumentar precios y ventas de gas natural.
La realidad es que China, Argentina, Brasil, Rusia o Bolivia, como cualquier otro país, necesitan acceder a mercados exteriores para poder mantener la acumulación de capital en marcha. Necesitan además acceder al mercado global de capitales para no perder su trozo de la tarta en la distribución global de resultados de la explotación. Eso es lo que significa que el capitalismo global, y no solo unos pocos capitales nacionales, entrara en su fase imperialista hace más de un siglo.
Y eso es lo que la UE y EEUU utilizan para torcerles el brazo: aranceles «verdes» a las importaciones llamados «ajustes del CO2 en la frontera» (aluminio y acero chinos y rusos, barcos con granos argentinos, etc.), no permitir la entrada en sus mercados de mercancías relacionadas con la deforestación (carne brasileña, cuero paraguayo, aceite de palma indonesio, etc.) o la aprobación de taxonomías de inversiones que llevan todo el camino de considerar verde la compra de una central nuclear a Francia o EEUU pero no comprar paneles solares chinos para instalar una central fotovoltaica.
El resultado es que los países semicoloniales van entrando, uno a uno, en el Pacto Verde, aunque intentando ganar todo el tiempo que puedan. Por eso los «avances» de COP26, como los de todas las COP, serán necesariamente parciales y los dirigentes de los países de capitales nacionales más concentrados y los medios seguirán bombardeános con la necesidad de una Unión Sagrada Climática.
¿Cómo afecta lo que se apruebe en la COP26 a los trabajadores?
Como dice el viejo refrán, «Reunión de pastores, oveja muerta». La bárbara subida de precios eléctricos que ahora se vive en Europa es el resultado de las «buenas noticias» festejadas por la prensa en la COP25 de Madrid y sus predecesoras.
En la COP26 de Glasgow, Ursula von der Leyen ha dado por hecho el paquete Fit for 55. Si en un primer momento calculamos que este paquete podría suponer la pérdida de un 20% de la capacidad adquisitiva del salario mínimo español, ahora tras la experiencia de las subidas eléctricas, debemos reconsiderar -hacia arriba- su impacto.
Biden, por su lado, tiene estancado su «Green Deal» en el Congreso de EEUU, pero prometió «una década de esfuerzos» que, como vemos desde las regulaciones de vivienda a la propaganda comercial, solo puede significar una década de más y más precarización y pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios.
Ni hablemos de los trabajadores chinos, que están sufriendo ya la subida de precios y los apagones eléctricos, la falta de combustibles y los despidos temporales por cierre de la producción.
Y podríamos seguir así país tras país.
El lugar de los trabajadores en todo esto no puede estar junto a Greta Thunberg y los defensores de una Unión Sagrada Climática cuyo objetivo real es recuperar la rentabilidad del capital a costa de las vidas de los trabajadores de todo el mundo.
Tampoco junto a los negacionistas que exculpan al capitalismo de su barbarie contra la Naturaleza, una expresión más de su carácter anti-humano y anti-histórico.
Y aún menos con los dirigentes de los países semicoloniales que solo rechazan el Pacto Verde para regatear, con las vidas de los trabajadores como moneda de cambio, un lugar para el capital nacional bajo el sol de la nueva división internacional del trabajo.
Los mensajes apocalípticos que estos días renacen tienen por objetivo que aceptemos el «mal menor» del empobrecimiento de centenares de millones de trabajadores a cambio del «bien mayor» de una reducción de emisiones. Pero ese canje solo tiene sentido cuando la prioridad real es convertir el desastre climático en un reverdecimiento de la rentabilidad del mismo capitalismo que causó el problema.
La mejor forma de enfrentar el cambio climático, la única real, pasa por enfrentar los ataques a nuestras condiciones de vida que impone el Pacto Verde. Hace mucho que la energía, la vivienda, la alimentación y todo lo demás deberían ser producidos directamente para satisfacer las necesidades humanas y no para rentabilizar al capital. Es hora de romper ese círculo perverso que destruye la vida humana y arrasa la Naturaleza de la que es parte. Si no lo hacemos, si aceptamos mansa, incluso entusiastamente, esa «década de sacrificios climáticos», solo irá a peor.