Contra el Mundial
La burguesía y el deporte
Todos los modos de producción a lo largo de la Historia han ofrecido espectáculos y combates más o menos rituales con los que la clase dirigente se honraba a sí misma, entretenía las clases inferiores y celebraba la cohesión política que el estado generaba. Circos romanos, festivales bárbaros, justas medievales, torneos de pelota aztecas y, cómo no... corridas de rejones de señores y latifundistas, convertidas en primera exaltación del individualismo «emprendedor» de la pequeña burguesía nacional con las corridas a pie, popularizadas y masificadas, no es casualidad, desde de las Cortes de Cádiz.
Y mientras en España y Portugal los toros son colonizados por la burguesía ascendente, el paso del juego al «deporte» se irá gestando en las regiones en industrialización de Europa a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Partiendo de las tradiciones rurales pero sobre todo de los juegos competitivos de las «public schools» de la burguesía británica, en la universidad de la era Manchesteriana irán codificándose reglas y destinándose espacios específicos de acuerdo con ellas, para que grupos organizados primero y espectadores después, participen de la nueva actividad social.
Deporte de masas y preparación para la guerra
Tras la primera guerra mundial, con la nación puesta en cuestión por la revolución proletaria, la burguesía se aplica a multiplicar e inflar toda forma de celebración y ceremonia nacional. Se pasa de los desfiles rituales del nacionalismo alemán del XIX a las coreografías de masas partidarias. De los «cross» y los partidos de rugby organizados por clubs obreros y financiados con apuestas, a las Olimpiadas, los equipos nacionales y la profesionalización.
Un nuevo elemento, la radio, transforma cualquier acontecimiento local en un evento nacional seguido simultáneamente por millones de personas. El efecto psicológico y propagandístico de la «representación deportiva», es multiplicado por la extensión las «cadenas radiofónicas nacionales»: la BBC se funda en 1921, la SER en 1924.
Las Olimpiadas, hasta entonces un evento marginal y elitista, pasan a ser codiciadas por los estados. Una nueva etapa se abre con los Juegos Olímpicos de París de 1924. El nacionalismo se ha convertido en el lenguaje del deporte y el deporte en un producto de consumo -radiofónico- universal.
En 1927 se juega la primera copa «Mitropa», el gran evento futbolístico de la época que enfrenta entre sí a los países centroeuropeos, verdadero polvorín del momento. En 1930 la primera Copa del Mundo de fútbol.
En un ambiente marcado por la guerra comercial y las tensiones imperialistas, los enfrentamientos deportivos entre selecciones nacionales están cada vez más significados políticamente. Con el fondo de la revolución española y su derrota, la Olimpiada del 36 en Berlín y el Mundial del fútbol del 38 en Francia serán los prólogos teatrales de la guerra imperialista.
Un ejercicio regular de movilización nacionalista
Durante las décadas de la reconstrucción posbélica las Olimpiadas se convirtieron en una «haka», ritual y permanente entre Rusia y EEUU. Los mundiales de fútbol en cambio nunca tuvieron en sus finales a ninguna de las dos superpotencias.
El peso de Brasil, Argentina, Alemania e incluso la llegada a la final de Hungría en el 54 y de Checoslovaquia en el 62, convirtieron la Copa del Mundo en el último terreno de afirmación internacional indiscutida de los viejos nacionalismos constreñidos por los «dos bloques». Lejos de aplacar el carácter de «guerra sin disparos» que les adjudicó Orwell, los estados supieron aprovechar la oportunidad para potenciar el espíritu de movilización nacional permanente y unión patriótica.
Incluso en España, donde el nacionalismo más soez había quedado desprestigiado por la dictadura de Franco, los partidos de la selección nacional de fútbol, se convirtieron en uno de los pocos ámbitos en los que el uso de banderas nacionales era indiscutido. La «furia española», rebautizada luego como «la Roja» en tiempos de Zapatero, se pudo convertir así ya en el siglo XXI en la vanguardia de la normalización del nacionalismo español y sus símbolos, un viejo empeño del aparato político nacido de «la Transición» sin el que hoy sería inexplicable el relativo auge del simbolismo nacionalista en la parafernalia política.
Un negocio redondo
Más allá de la exaltación nacionalista, a los grandes torneos internacionales en general y a éste en particular no les falta detalle. Escaparates del alarde imperialista, obtener la sede de un Mundial es una verdadera batalla de diplomacias, chantajes y corrupciones que expresan muy bien la naturaleza moral de los «sentimientos deportivos» del nacionalismo y los estados.
La preparación y construcción de infraestructuras son todo un festín para los grupos de poder, que en este Mundial han inaugurado incluso paraísos fiscales internos para mayor disfrute de la «oligarquía» que sostiene a Putin y que espera además una oportunidad para afirmarse como poder imperialista global.
A fin de cuentas el juego, la competición... son poco menos que excusas para un capital que ya calcula los resultados del torneo por el «valor asegurable» de los jugadores seleccionados.
Un juego que no nos podemos permitir
Bastaría con la experiencia del último año para enseñarnos que cada vez que aceptamos desfilar bajo una bandera nacional, la que sea y sea de dónde sea, alimentamos la legitimidad de nuevos sacrificios por el capital nacional y abrimos el camino hacia la guerra.
No debería ser un caso aislado el «abstencionismo mundialista» de estos días en Brasil: un 53% de los brasileños, porcentaje que crecía entre las rentas más bajas, declaró no tener «interés alguno» en el torneo y sus resultados.
El Mundial nos invita a un ensayo general de unidad con la burguesía patria contra sus rivales. Con una nueva recesión en camino en todo el mundo y una nueva remesa global de ataques a las condiciones de vida de las mayorías trabajadoras en marcha, sencillamente es un juego que no nos podemos permitir.