En el comunismo... ¿Existirá la familia? ¿Cómo será la crianza?

Desde la primera mitad del XIX el movimiento de clase recibió una y otra vez acusaciones de querer «abolir la familia» desde una pequeña burguesía obsesionada por la «respetabilidad» y la «sacralidad» de su modelo familiar.
Pero a partir de los años 70 del siglo XIX en la misma pequeña burguesía se suceden los movimientos de reforma de las costumbres que buscan ampliar «las respetabilidades» explorando de forma inevitablemente idealista la relación con el cuerpo y los roles de género.
Desde entoces y hasta hoy, la perspectiva comunista sobre el futuro de la familia será atacada por los ideólogos de esta clase desde un lado y otro, por una cosa y su contraria, y en ambos casos desde el subjetivismo ahistórico más delirante.
La pregunta
En el comunismo... ¿existirán la familia y la pareja como tal? ¿Cómo será la crianza? ¿Se normalizará el aborto? ¿Maternidad y paternidad significarán lo mismo que hoy?
Los «modelos familiares»
Los «modelos familiares» no son productos alternativos en un supermercado de ideas entre los que los individuos podrían elegir libremente si no existieran represiones ideológicas de uno u otro tipo.
Incluso, dentro de una sociedad dada, evolucionan y se diferencian dentro de un cierto rango entre las distintas clases sociales en función de necesidades concretas de cada clase.
Durante los últimos doscientos y pico años, por ejemplo, los modelos de «externalización de la crianza» entre las clases dominantes tenían poco que ver con las recurrentes exaltaciones de la educación doméstica entre la pequeña burguesía.
Por su parte el proletariado, llevado por la necesidad de cuidar a los niños durante los largos turnos de trabajo, ensayó pronto sistemas de atención comunitaria de la infancia organizados rotativamente, como las «migas», que todavía existen en no pocos países y oficios. Y en cuanto la clase ganaba una mínima autonomía, como hemos visto desde el comunismo icariano a las colectividades de la Revolución española, pasando por la Revolución rusa, ensayaba formas de crianza colectiva que horrorizaban a los moralistas bienpensantes de la época.
Pero no nos engañemos, tampoco existen fronteras amuralladas entre las clases. La ideología dominante permea hasta el último rincón cuando no hay clase organizada poniendo en jaque las relaciones de producción establecidas.
En los largos periodos en los que las luchas retroceden, los trabajadores quedan reducidos a la atomización y la moral decae. Entonces, los modelos de crianza más alienantes de la pequeña burguesía, que ven a los niños como carreras en las que invertir o como consumidores a contentar, penetran fondo en las familias trabajadoras.
Y no es ni mucho menos el único cambio en la ideología sobre la crianza y la familia que hemos visto en las últimas décadas extenderse entre los trabajadores. En países como Grecia, Italia o España, en los que el desarrollo de la precarización durante los últimos 35 años hizo casi imposible disponer de vivienda a los trabajadores jóvenes, el autoritarismo doméstico se limó y la moral sexual de las familias trabajadoras se transformó para albergar bajo el mismo techo familias multigeneracionales.
La aprobación, que se torna mayoritaria en las encuestas de opinión españolas alrededor del año 2000, del matrimonio entre personas del mismo sexo, y la ampliación consiguiente de la «respetabilidad» de modelos familiares hasta entonces condenados, debe más a esta transformación de las relaciones laborales que al activismo gay.
El discurso, eminentemente conservador, de la extensión de la institución matrimonial regulada por el estado, resultaba útil para hacer más vivible el repliegue defensivo en torno a la propiedad de la vivienda al que se habían visto abocados no sólo los trabajadores sino una parte significativa de la pequeña burguesía.
Instituciones como los modelos familiares o el matrimonio no son más «naturales» ni varían históricamente menos que los roles de género porque, como ellos, dependen de la organización social del trabajo imperante y de sus necesidades concretas en un momento histórico dado.
Que el reconocimiento legal de las parejas homosexuales tomara la forma de una extensión del matrimonio civil que al final revitalizara una vieja institución estatal en declive y reafirmara una nueva versión «más diversa» de los mismos tipos de familia ya existentes, puede parecer una paradoja. Pero, no lo es. Es un ejemplo más de cómo, aunque cuáles son las instituciones familiares «aceptables» en cada sociedad depende en última instancia de las relaciones sociales de producción imperantes, por lo que tienden a ser relativamente estable mientras perdura el orden social, el rango de variantes y reinterpretaciones normativas (=«respetables») en cada momento, puede ser relativamente amplio.
Es algo que no podemos olvidar a la hora de intentar entender cómo pueden ser -y sobre todo cómo no van a ser- las formas sociales del afecto íntimo, la reproducción, y la crianza en una sociedad de abundancia organizada conscientemente para la satisfacción de las necesidades humanas universales.
Los afectos íntimos y las relaciones sociales
El bombardeo ideológico permanente a través de series y películas, con su mensaje mezcla de idealización y mercantilización individualista, nos hace a menudo olvidar hasta qué punto las relaciones de pareja actuales están condicionadas para los trabajadores por la escasez que les viene impuesta por su condición de clase.
No sólo la evolución económica familiar es el principal indicador de riesgo de divorcio en países como EEUU; a través de los datos de distintos países hay una correlación clara entre variables como el número de horas trabajadas por una pareja media, o la dimensión de la casa compartida y el número total de rupturas. Como es previsible, cuantos más condicionantes propios de la situación de la clase trabajadora sufra una pareja -dificultades para llegar a fin de mes, muchas horas de trabajo, casa pequeña, etc.- menor es su esperanza de supervivencia.
Y si los condicionantes económicos de la pareja son apabullantes, ni hablemos de los de la crianza. El elefante en la habitación es que la familia típica de clase trabajadora no tiene horas suficientes para atender a los hijos por sí misma. También en los países más capitalizados. La respuesta espontánea y común pasa por formas precarias de comunitarización. Ya antes de la pandemia, más de la mitad de los abuelos españoles cuidaban a sus nietos todos los días.
Pero como decíamos arriba, organización social del trabajo afecta no sólo a los límites de lo que se considera socialmente aceptable dentro de un conjunto de instituciones dado sino que, sobre todo, define esas instituciones.
No sólo se trata de cuánto duran las parejas, ni de qué manera comparten trabajo, bienes y necesidades, qué esperan y a qué aspiran en una relación íntima, ni siquiera de si comparten espacio con generaciones anteriores o compañeros de piso. Se trata de la definición misma de qué es una institución familiar, de quienes participan de ella, en qué contexto y cómo se define la responsabilidad sobre la descendencia y la crianza.
La Humanidad ha conocido todo tipo de instituciones de este tipo, desde el matrimonio por grupos de edad con cuya descripción los primeros antropólogos escandalizaron a la moral sexual decimonónica, hasta la familia más o menos nuclear actual. Todas ellas reflejaban las necesidades de la organización social del trabajo y las formas de propiedad que llevaban asociadas a través de la existencia o no de división sexual del trabajo, de las formas de ésta cuando existían y de las relaciones y responsabilidades entre generaciones y miembros de esas generaciones -la filiación y las relaciones filiales.
Por supuesto, a lo largo de esta historia, que es, a grandes rasgos, la historia de los modos de producción, también variaron radicalmente los sentimientos que articulaban e idealizaban las relaciones íntimas entre las personas dentro de la organización familiar y con su exterior.
No hay que ir muy lejos para constatarlo: los enamorados de la literatura renacentista y barroca tienen poco o nada que ver con los del romanticismo del XIX y poco de ambos encontraremos en un paseo por Netflix; el amor filial en la literatura clásica griega no tiene nada que ver con la domesticidad de los grandes autores realistas franceses y menos aún con la de las películas de Hollywod; y la fraternidad, uno de los sentimientos más exaltados a lo largo de la historia de la literatura, apenas existe ya en la cultura actual, cuando prácticamente ni siquiera los académicos saben diferenciarlo de la amistad o ir más allá de remarcar vagamente su parentesco con la igualdad.
Crianza, parentesco y sentimentalidad en el Comunismo
A lo largo de toda esta serie de artículos hemos remarcado dos tendencias fundamentales para entender el horizonte de la superación del capitalismo: el desarrollo de la productividad física del trabajo y la socialización. Y argumentamos también porque la superación del capitalismo es inseparable de la desaparición de la división sexual del trabajo. Ahora unamos estos elementos para trazar un perímetro alrededor de todas estas instituciones imbricadas entre sí que confluyen en eso que llamamos «familia».
Sin mucha dificultad podemos intuir que la crianza será socializada de alguna manera. La tendencia no solo define de manera general cada dimensión de la superación del capitalismo, se hace presente una y otra vez cada vez que las condiciones de la familia, tal y cómo se definen hoy, son negadas para la clase trabajadora. Lo vemos en las «migas» jornaleras, en la comunitarización de facto que supone hoy incluir a los abuelos en la crianza, y en una forma más desarrollada en la «república de los niños» de las colectividades de trabajadores en distintas épocas y lugares.
Son expresiones de una tendencia a la socialización en la que todos los adultos de la comunidad son responsables activos del bienestar y crianza de los niños. Evidentemente no podemos saber las formas concretas que tomará en una sociedad que conscientemente esté dándose forma a sí misma. Pero sabemos que es el horizonte.
Por otro lado, en un mundo en el que la propiedad ha dejado de existir en cualquiera de las formas que han caracterizado a las sociedades divididas en clases, el concepto de herencia y con él la importancia de la filiación y el linaje deben necesariamente desdibujarse hasta la desaparición.
La herencia, socializada en una sociedad sin clases ni grupos privilegiados, no es otra cosa que el esfuerzo consciente de cada generación por asegurar en el tiempo el libre desarrollo de las capacidades sociales. Capacidades que, en el comunismo, como hemos venido viendo en esta serie de artículos, se funden con las posibilidades de desarrollo personal de cada uno.
Por eso, en una sociedad en la que la sociedad como un todo, de forma directa, es decir, todos y cada uno, es responsable de la crianza de la siguiente generación, el embarazo y la maternidad/paternidad cobran un sentido muy diferente. Ya no es ese suceso trascendental que carga de resposabilidad perpetua a los progenitores de un individuo concreto sobre él y sólo sobre él.
Con la crianza socializada y el bienestar material y cultural de cada nuevo miembro de la sociedad asegurado por el conjunto social, la reproducción pierde el sentido dramático de nuestras sociedades escindidas. El aborto seguramente se haga cada vez menos común y acabe siendo un infrecuente procedimiento médico, cuando el embarazo sea vivido como una experiencia física más, sin el acompañamiento de costes sociales, responsabilidades abrumadoras y lastres económicos y emocionales.
La otra cara de la socialización de la crianza es la naturalización de la fraternidad como sentimiento definitorio de las relaciones intra-generacionales. La responsabilidad de cada uno sobre los demás y la seguridad provista por los otros será probablemente la base de las relaciones personales entre las generaciones criadas en comunidad.
Y ese será entonces el probable punto de partida de las relaciones íntimas y amorosas, sea lo que sea que intimidad y amor signifiquen en el contexto de una cultura humana liberada que apenas podemos entrever.
Conclusiones
Respondiendo directamente a las preguntas de las que partimos, la respuesta es que si existe algo llamado «familia» se parecera en poco a la institución que hoy conocemos.
El elemento clave es que la crianza estará socializada o comunitarizada de una manera u otra. Las consecuencias se proyectarán a lo largo de toda la vida. Por ejemplo, los condicionantes que llevan a la masividad del aborto muy probablemente desaparezcan. Por lo mismo, tanto embarazo como maternidad y paternidad tomarán un sentido tan diferente como el dominante hoy lo tendría para una comunidad primitiva.
Finalmente, es imposible adelantar el mundo sentimental de los humanos que vivirán en una sociedad reunificada. Sólo podemos recordar que lo que caracteriza al comunismo es ser una organización social del trabajo capaz de producir abundancia, intrínsecamente igualitaria y con un alto grado de socialización.
Por eso, las personas crecidas bajo la crianza socializada se desarrollarán emocionalmente sobre un sentimiento de seguridad y fraternidad, en las antípodas del temor y la ameneza permanente del «sálvese quien pueda» que la lógica del trabajo asalariado impone sobre las vidas de las generaciones presentes.