Cómo luchar contra la aplastante «opinión» mediática
La burguesía es la reina de la opinión. La opinión es maleable, mensurable al minuto. El mismo lenguaje militar con el que se gestiona revela que la opinión es el terreno de una excepcionalidad permanente: la opinión se forma con «shocks», alarmas y campañas, por una industria cuyos impactos se compran y venden en el mercado y sobre todo se someten a la «responsabilidad» de «fortalecer el sistema democrático y las instituciones», es decir, saturar los mensajes para evitar la aparición de un debate independiente. El capitalismo de estado en el que vivimos ha hecho suya la máxima totalitaria: «todo dentro del estado, nada fuera de él». Las burguesías más fuertes pretenden en cambio que su propio sistema político se basa en la opinión de los gobernados. Por eso, como hemos visto en Cataluña, la opinión es el primer arma que se disparan las fracciones díscolas de la clase dominante cuando quieren hacerse valer.
La industria de la opinión es un oligopolio (un pequeño grupo tiene todos los medios) cuyo mapa de propietarios e intereses -que no de discursos- representa con mayor precisión que ningún parlamento los conflictos y las connivencias del poder. En ese sentido es la industria bélica de todos los días. También en el sentido de que para una burguesía, dejar «su opinión» en manos de empresas de otros países bien puede convertir el famoso «poder blando» de las cadenas en revuelta dura. No es de extrañar que los países arabófonos teman y odien por igual a Al Jazeera y denuncien a la cadena como un arma de guerra. Lo es.
La guinda de una burguesía bien asentada es pretender que su sistema político se organiza de acuerdo con «la opinión de los gobernados», eso a lo que llaman «democracia». Tampoco es que se lo tomen tan en serio: ellos mismos le restan solemnidad cuando pretendiendo progresismo le dan el >voto a quienes por definición médica no tienen capacidad de juicio y quitan el velo cuando dicen por las claras que el ascenso vertiginoso del independentismo fue resultado del uso de los medios de comunicación públicos.
Pero ahí vemos también los límites objetivos del control de la opinión. Hay territorios, delimitados por las fronteras de clase, que la opinión burguesa tiene difícil mantener. La independencia catalana no consiguió encuadrar a los trabajadores y su impacto en el resto del país, según el cuadro de opiniones cruzadas con «estrato social» que publica el CIS, es sensiblemente inferior entre los trabajadores cuyos ingresos no vienen del estado. La verdad es que los medios hoy, mantienen aunque un tanto ajada, la ilusión democrática de la «unión nacional» y el «bien común» por encima de las clases, pero no consiguen encuadrar en ellos a la mayoría de los trabajadores. No cuela. Y eso es importante.
Por eso el objetivo de una acción de clase independiente no puede ser el establecimiento de una opinión. No solo porque la opinión es el producto de un oligopolio inaccesible, un terreno enemigo en el que no hay oportunidad alguna de competir, sino porque lo que cuenta es otra cosa mucho más material y sólida: el compromiso con nuestras propias necesidades materiales como trabajadores, necesidades como reducir las jornadas y la explotación, mejorar las condiciones de vida o acceder a la educación y la salud. Necesidades que son en realidad universales y por eso expresan y prefiguran el único futuro posible para toda la Humanidad; pero que en lo inmediato chocan constantemente con la idea de un supuesto «interés nacional común» entre la burguesía y los trabajadores.
Es cierto que las grandes campañas nacionales y globales de opinión, como la que durante años ha mantenido la burguesía sobre el significado de la revolución de 1917, hacen daño, minan, a veces decisivamente, nuestra confianza en nuestras propias capacidades y deben ser respondidas. Pero la forma de hacerlo ha de ligarse una y otra vez a la materialidad de las necesidades humanas que se defienden en huelgas y movimientos de clase y cuya generalización no será otra cosa que el comunismo, una sociedad desmercantilizada regida por las necesidades humanas en vez de por el capital.