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30/04/2018 | Crítica de la ideología

En la segunda mitad de los años ochenta un conjunto de transformaciones y limitaciones históricas llevó a un descenso abrupto de las luchas colectivas de los trabajadores que pronto se vio acompañado por la abrumadora y machacona campaña de desmoralización que siguió al hundimiento de los capitalismos de estado del bloque entonces llamado «soviético». Los problemas sociales dejaron de ser entendidos como lo que eran, resultado del sistema capitalista, y pasaron a aparecer como «responsabilidades personales». El resultado fue un incremento de la atomización, de la soledad más cruel, del «sálvese quien pueda», de la descomposición social y el fatalismo. La «gran máquina de triturar» se puso a funcionar como nunca y toda una serie de fenómenos sociales que van desde los continuos récords de suicidios a la normalización de la insolidaridad y la violencia interpersonal, se cebaron sobre nuestra clase.

Toda expresión de la clase trabajadora tiene dos dimensiones: una comunitaria, de resistencia, solidaridad y apoyo mutuo; otra comunista, la conciencia de clase. Son dos caras de la misma moneda, dos facetas de la misma naturaleza como «clase universal». Lo que estaba pasando es que sin una perspectiva comunista, por nebulosa y débil que fuera, la dimensión comunitaria perdía su sentido, se debilitaba extraordinariamente, lo colectivo se devaluaba, se convertía en meramente asistencial, vergonzoso, símbolo de derrota e incapacidad, nos hacía, como nos recordaban las películas y series americanas, «loosers».

Como todas las relaciones dialécticas los dos polos se alimentan mutuamente: la pérdida de perspectiva convirtió los espacios de trabajo en un terreno de competencia entre compañeros y redujo la dimensión solidaria al apoyo familiar, el famoso «banco de papá y mamá» del que han vivido millones de familias durante la crisis. La creciente soledad y la ausencia de apoyo mutuo, hicieron cada vez más difícil imaginar que bajo aquel ambiente en descomposición permanente se escondiera una capacidad colectiva, una clase capaz de tomar sobre sus hombros la responsabilidad de construir una sociedad sobre nuevas bases. El resultado es una debilidad ideológica en la que hasta la propaganda más reaccionaria y burda resulta certera porque presiona donde más daño hace. Neoliberales y fascistas se convierten en los más arduos y cansinos defensores de la mentira stalinista diciéndonos que el capitalismo de estado ruso, aquel horror totalitario, «era el comunismo». Y rematan apoyándose cínicamente en la desmoralización de los nuestros, asegurando que todo lo demás es imposible, utópico, porque «va contra la egoísta naturaleza humana». Son conscientes de que el comunismo, «el movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual», se basa en dos pilares muy básicos: 1, es posible una sociedad de abundancia sin trabajo asalariado que emancipe a la clase trabajadora y con ella a la humanidad entera y 2, esa emancipación será obra de los trabajadores mismos.

¿Cómo romper la espiral de desmoralización?

El problema principal es el de la pérdida de perspectiva, la incapacidad para imaginar una sociedad que haya superado el estado de cosas actual. Ese es un problema político y se enfrenta creando herramientas políticas. Y la principal herramienta política de los trabajadores, la principal palanca para el desarrollo de su propia conciencia, es el partido de clase. La debilidad de hoy hace imposible tal cosa, pero no la creación de un fermento organizado a partir de las escasas fuerzas existentes. Lejos de pretenderse o proclamarse nada, se trata de aportar y colocarse en su perspectiva, se trata de que los grupos que emergen sean capaces de verse en ese proceso, de ser partido en devenir.

La desmoralización y la pérdida de perspectivas se alimentan de una experiencia cotidiana de atomización y aislamiento. Es necesario enfrentar esa experiencia también. Dar la cara contra la soledad y el «sálvese quien pueda» no es convertirse en predicadores ambulantes de una moral comunista que solo existe sobre el papel. Hay que aprender mucho, muchísimo, de la experiencia de la vieja II Internacional. Desde luego, no para vender la ilusión de organizaciones permanentes que ganen un lugar para los trabajadores en la sociedad actual. Ese lugar no existe y no hay cuadro económico que no afirme a voces que en adelante va a haber cada vez menos espacio para una vida decente. Es más, la tendencia general del capitalismo y su crisis apunta hacia el incremento de las tensiones bélicas y el desarrollo de la guerra. Sin embargo, eso no quiere decir que sea radicalmente imposible crear redes de apoyo mutuo ni impulsar espacios de debate y solidaridad que sirvan de base a actividades educativas y proyectos colectivos. Fundados sobre relaciones fraternas y cooperativas, estos espacios y proyectos son más necesarios que nunca y aun en su previsible modestia, pueden sin embargo convertirse en un elemento importante para el desarrollo de la conciencia de clase.