¿El fin de la centralidad del trabajo?
Tras los confinamientos pandémicos y el brusco ascenso del desempleo a lo largo de 2020, la recuperación de las contrataciones en EEUU vinieron acompañadas para los trabajadores de inflación por encima de las subidas salariales y reducciones de jornada. Mientras, la pequeña burguesía corporativa se resistía a volver a la oficina y menos de un 20% de la burguesía corporativa planteaba volver a lo anterior. Ahora nos echan encima un «nuevo» discurso moral sobre el trabajo: nos dicen que no era tan importante después de todo, que la centralidad del trabajo era una ilusión reaccionaria.
Un ataque frontal a la centralidad del trabajo
Lo que estamos viendo en cada vez más artículos en la prensa estadounidense es una puesta en cuestión en toda regla de la centralidad del trabajo.
El New York Times afirmaba por ejemplo que a pesar de la moral convencional, la experiencia del confinamiento había demostrado que el trabajo no generaba «significado y propósito» («meaning and purpuse»). Según los entrevistados, las ayudas pandémicas eran un reconocimiento a la «dignidad» de las personas que ayudaría a normalizar el quedarse al margen del mercado laboral como una «opción de vida».
El discurso que pretende finiquitar la centralidad del trabajo solo es «nuevo» en su fusión de terminología del catolicismo social («dignidad de la persona») y el protestantismo anglosajón conservador («compasión con los trabajadores») para reafirmar la religión capitalista de la mercancía (el trabajo como «opción libre e individual»).
«Dignidad», «libertad» y centralidad del consumo
En realidad la primera obviedad es que la mayor parte de la sociedad -la que forma la clase trabajadora- carece de medios propios para asegurar su subsistencia, por eso no tiene «libertad» alguna para elegir si vende o no su fuerza de trabajo. Solo puede hacerlo o aceptar la marginación y el hambre, pero la moral burguesa hace abstracción de ello.
A la ausencia de una coacción personal del empleador le llama «libertad» e infiere de ello que como el intercambio de tiempo de trabajo por un salario es «libre», el resultado es un intercambio justo de «cosas iguales en valor». La perspectiva individualista y la negación de las condiciones sociales le permite negar la existencia de explotación y reducir la sociedad a un gran entramado de intercambios mercantiles.
En esa trama de intercambios, lo que definiría al individuo -sea lo que sea que pretenda definir ese concepto- sería su consumo más que sus ventas. A fin de cuentas la gran mayoría vende lo mismo: su fuerza de trabajo. Los patrones de consumo -«estilos de vida» o «identidades»- serían el verdadero propósito de la existencia individual. La existencia y el hacer colectivo se ignoran. La centralidad del trabajo ni se considera.
Este discurso moral alienante penetra entre muchos trabajadores precisamente porque el trabajo asalariado en sí mismo es un trabajo alienado. El trabajador asalariado está separado del uso de su trabajo y por tanto del resultado del mismo. Como cualquier clase explotada a lo largo de la Historia, difícilmente va a encontrar «significado y propósito» en su explotación. Para rellenar el hueco, el capitalismo ha sostenido a los viejos mamotretos religiosos feudales y antiguos y creado una «religio política» propia, el nacionalismo, en mil versiones.
¿Cuál es la novedad ahora? El viejo concepto católico de «dignidad del trabajo», que originalmente significaba poco más que la exaltación de la «vulnerabilidad» de los trabajadores y un tibio derecho a no ser muy maltratados, se convierte en tenue reivindicación de una cierta participación universal en el consumo, se trabaje o no, como forma de «propósito» y pertenencia a la sociedad.
Por otro lado, artículos como el del Times, «a la luz del poder del trabajo para deformar sus cuerpos, mentes y almas», recupera la idea protestante de «compasión» con los trabajadores por «vulnerables» y vulnerados en su integridad. La centralidad del trabajo se tornaría en especial atención por los «más débiles».
Centralidad del trabajo en toda sociedad, trabajo asalariado capitalista y pertenencia social
En realidad el trabajo es la transformación consciente y deliberada del medio por nuestra especie. La especie humana transforma el medio para producir su subsistencia. Por eso la pertenencia a toda sociedad humana ha estado siempre determinada por el trabajo. La centralidad del trabajo siempre ha estado ahí.
La cuestión es que cada sociedad organiza ese trabajo de una manera propia. Tanto el comunismo primitivo como el comunismo futuro organizan el trabajo social para la satisfacción directa de las necesidades humanas.
Las sociedades divididas en clases, en cambio, supeditan la organización del trabajo a la generación de un excedente que será apropiado por las clases dominantes. En el capitalismo la institución que organiza el trabajo social es el capital, el objetivo primario del trabajo social es la acumulación de capital y la forma histórica concreta bajo la que el trabajo social se supedita al capital es el trabajo asalariado.
Es decir, la «pertenencia a la sociedad» para alguien que no pertenece a la clase dominante solo puede ser, en el sistema actual, aportar a la acumulación de capital, ser explotado. Ese es el «significado y propósito» de todo el sistema. No hay más misterio.
¿Qué alimenta este ataque ideológico contra la centralidad del trabajo?
No deja de ser tristemente coherente que aparezcan ahora mensajes que devalúan el papel del trabajo, cuando el capital ha perdido, por la propia decadencia de su sistema, la capacidad para explotar a buena parte de la clase trabajadora; cuando encara una década más de dificultades y crisis de acumulación y la única salida que se plantea es organizar transferencias masivas de rentas desde el trabajo al capital como el Pacto Verde o las reducciones de jornada con salarios menores.
No puede haber mayor cinismo que plantear el trabajo asalariado como una «opción». Pero no es menos cínico reconocer que los ambientes laborales, cada vez más precarizados, se han convertido en verdaderas trituradoras para acto seguido plantear la «dignidad» como consumo y predicar «compasión» con los trabajadores.
Pero, cuando la propia crisis del sistema dificulta al capital la extracción de valor, es decir, la explotación rentable del trabajo asalariado, no deja de ser explicable que la ideología del sistema devalúe moralmente el trabajo y reniegue de cualquier reconocimiento de la centralidad del trabajo.
Otro baño de individualismo para alimentar a la trituradora
Lo peor quizá es que todo este argumento supone un baño más de individualismo, el principal combustible de la trituradora moral del sistema.
En todos estos planteamientos, como mucho hay trabajadores, y si se habla de la clase trabajadora se entiende como un conjunto de individuos asalariados. Si se reivindican «los cuidados» es expresamente para reforzar a esta idea: las mujeres de la clase trabajadora que no van a la fábrica o la oficina, no serían para ellos parte de la clase trabajadora.
Pero no hay nada individual en esto. En un capitalismo cada vez más enfrentado al desarrollo humano el trabajo asalariado solo puede ser cada vez más destructivo para la clase trabajadora como un todo. Ese todo luego se materializa en suicidios, crímenes horribles, adicciones, enfermedades mentales, violencia difusa, degradación general de unas relaciones humanas cada vez más mercantilizadas... hay para elegir.
«Propósito y significado»
La inmensa mayoría de familias de la clase trabajadora son comunidades de bienes e ingresos. En el metabolismo familiar, el «propósito» de vender fuerza de trabajo nunca fue otro que obtener dinero para poder comprar mercancías con las que satisfacer las necesidades básicas de la unidad familiar que la propia familia no podía producir. Los llamados «cuidados» se mantienen parcialmente desmercantilizados porque podemos producirlos en parte por nosotros mismos, protegidos del mercado que nos atomiza y a través del que se nos explota.
El significado del trabajo en cambio, tiene más vuelta. Por un lado, el trabajo es lo único realmente «esencial» de nuestra especie. La centralidad del trabajo es un hecho social material: organizar el trabajo social es la esencia de todo modo de producción. Por otro la explotación del trabajo es el centro de todos los modos de producción basados en la división de clases. Y en ese marco, en el capitalismo, la forma social y jurídica que toma, el trabajo asalariado nos aliena y nos impone como algo ajeno lo que nosotros mismos, colectivamente, producimos.
El único «propósito» con un sentido realmente universal, realmente moral, que cabe en un mundo así es luchar por la abolición del trabajo asalariado, simplemente porque no hay forma de satisfacer universalmente las necesidades humanas que no pase por el fin de la explotación humana.
El reconocimiento de la centralidad del trabajo es una condición previa para poder luchar por la abolición del trabajo asalariado. Por eso la centralidad del trabajo es irrenunciable. No solo porque el trabajo social ha sido, es y será la base material de toda sociedad humana. Sino porque rechazar, devaluar o desvirtuar la centralidad del trabajo en la sociedad es participar de nuestra propia negación como clase.