Cataluña, Octubre de 1934
Continuamos con el análisis de la «Revolución del 34» por G. Munis en «Jalones de derrota, promesa de victoria», el texto más completo de la Izquierda Comunista Española sobre la Revolución española (1930-39) en el que G. Munis, testigo y protagonista de los hechos, relata las fuerzas, discursos y estrategias en juego.
Cataluña y la insurrección de Octubre de 1934
En Cataluña, pese a un proletariado más denso que el de Madrid, y pese también a su Alianza Obrera, sin tan fuerte lastre socialista, el movimiento de Octubre no se desenvolvió mucho mejor [que en Madrid]. No obstante, contaba con otra ventaja adicional: el problema regionalista, pendiente y exacerbado desde el conflicto entre el gobierno de la Generalidad y el central, a causa de una ley de contratos de cultivo expedida por el primero. Bien aprovechada, esta circunstancia hubiese facilitado el triunfo al proletariado catalán. [...]
Al decir que la A.O. supeditó los intereses del movimiento revolucionario a los de la Generalidad, me apoyo en palabras de Joaquín Maurín, palabras que por ser posteriores a los acontecimientos tienen mayor significación reveladora. Maurín era el dirigente del Bloque Obrero y Campesino, partido el más fuerte de la A.O., y por consecuencia principalísimo inspirador de ésta. He aquí como, según él, se planteaba la A.O., durante los días culminantes, 4, 5 y 6 de Octubre, el problema del movimiento revolucionario en sus relaciones con el conflicto entre los gobiernos Lerroux-Gil Robles y Companys-Dencás:
La Generalidad tiene en sus manos, pues, la posibilidad de que la contrarrevolución quede estrellada. El éxito o el fracaso depende de la Generalidad, a quien se le presenta el siguiente dilema: rebelarse y luchar hasta vencer, o someterse y ser triturada en unas horas o en unos días. La Generalidad pequeño-burguesa y con ella el Estatuto de Cataluña sólo tienen una perspectiva de salvación: ponerse a marchar hacia adelante con todas las consecuencias. Es muy probable que la Generalidad tema las derivaciones que pueda adquirir el movimiento insurreccional, que la pequeña burguesía desconfíe de las masas trabajadoras. Hay que procurar, en lo posible, que este temor no surja para lo cual el movimiento obrero se colocará al lado de la Generalidad para presionarla y prometerle ayuda sin ponerse delante de ella, sin aventajarla en los primeros momentos. Lo que interesa es que la insurrección comience y que la pequeña burguesía con sus fuerzas armadas no tenga tiempo para retroceder. Después ya veremos.1
Ese era el guión de conducta de la A.O., la noche del 4 de Octubre, mientras el movimiento se iniciaba en todo el país. Siguiéndolo, la A.O. cortaba sus grandes posibilidades de acción, reduciéndose al pobre papel de reflejo radicalizante de la Generalidad. ¿Qué movimiento revolucionario victorioso puede haber cuando los dichos representantes obreros empiezan por admitir que la iniciativa y la decisión dependan no del proletariado, sino de las querellas secundarias de una parte de la burguesía contra otra?
Burguesa, plenamente burguesa, más que pequeñoburguesa como pretende Maurín, era la Generalidad. Partir de la premisa: «La Generalidad tiene en sus manos, pues, la posibilidad de que la contrarrevolución quede estrellada», equivalía a proclamar: «el proletariado es impotente sin el patronato de la burguesía regional, grande o pequeña». La A.O. se basaba en ideas rechazadas por el movimiento revolucionario internacional desde la experiencia rusa de 1905. Simultáneamente, las reivindicaciones específicamente obreras dejaron de existir, poniendo por centro de gravitación del movimiento, la sola reivindicación de supervivencia del gobierno regional. La A.O. no concebía los acontecimientos que se le venían encima como un movimiento esencialmente obrero, que debía buscar el apoyo de la pequeña burguesía regional, sino a la inversa, un movimiento de ésta, al que la Alianza otorgaba el apoyo del proletariado y los campesinos. Maurín mismo lo admite en la misma página del libro citado:
Si bien es cierto que un movimiento insurreccional exclusivo de la clase trabajadora no podía triunfar en Cataluña, porque no estaban cumplidas las premisas fundamentales, si se produce, transitoriamente, un bloque revolucionario de obreros, campesinos y pequeña-burguesía con un gobierno de la Generalidad, la insurrección tiene casi absoluta seguridad de triunfar, porque la Generalidad cuenta con la organización militar: 3.000 policías armados...
Maurín hubiera escrito más claramente diciendo un bloque de pequeña-burguesía, obreros y campesinos, porque lo único que trata de justificar con tal análisis es la imposibilidad de una acción obrera independiente —absolutamente indispensable inclusive si no podía salir de ella la dictadura del proletariado— y la necesidad de supeditarse a la Generalidad. El eje debía de ser la pequeña-burguesía nacionalista. Mal análisis; consecuencias peores.
El problema regionalista tendió una espesa cortina de humo entre la A.O. catalana y el movimiento revolucionario español. El razonamiento que Maurín nos refiere prescinde por completo del proletariado español. Lo único que existe es Cataluña y la Generalidad; el resto de la península sólo es caracterizado por la presencia de un gobierno central ávido de aniquilar al regional. Esta miopía localista ha sido un grave defecto permanente del Bloque, y más tarde del P.O.U.M., origen de sus peores errores. Pero el límite de la existencia no termina con el radio visual de los miopes.
Había un movimiento obrero nacional cuyas características, tendencias y objetivos, eran igualmente válidos, en lo esencial, para Cataluña. En función de éste, y no del conflicto Madrid-Barcelona, debió plantearse su cometido la A.O., subordinándose el otro como una función táctica. El hecho que los socialistas, como organización, no hubiesen asignado objetivos definidos al movimiento revolucionario, no significa que le faltaran o fuesen los de otra clase. Los objetivos de un movimiento cualquiera, ya estén conscientemente expresados, ya sean conscientemente acallados por quienes debieran expresarlos, es preciso buscarlos en el determinismo de su desarrollo frente al movimiento de las clases adversas, y en función de las necesidades de la época histórica. Hallarlos era más fácil que difícil después de la experiencia de los últimos meses. Las tendencias políticas habíanse polarizado: de una parte la burguesa, con los partidos Acción Popular y Radical, como exponentes, de la otra la del proletariado y los campesinos, pésimamente expuesta por el socialismo caballerista, la C.N.T., en menor grado, y no mejor, por el Partido stalinista, y por las organizaciones menores, como la Izquierda Comunista y el Bloque Obrero y Campesino, susceptibles de desempeñar un importante cometido a condición de no acallar ellas mismas los objetivos de clase. La pequeña burguesía, agotada y desprestigiada por los dos años de gobierno anterior, yacía inerme, incapaz de iniciativa y de acción en general. No podía dudarse que su dilema era incorporarse en el instante supremo a uno u otro de los campos. Estuvieran o no cumplidas las «premisas fundamentales» para la toma del poder por el proletariado, el movimiento, nacionalmente considerado, no tenía otra posibilidad de triunfar que basándose fundamentalmente en el proletariado y siendo impulsado por él. La pequeña burguesía, inclusive la catalana, amenazada en sus flacas prerrogativas, tenía necesariamente que inclinarse más a la capitulación que a la lucha. Cualquier aportación, solidaridad o simple neutralidad que pudiera ofrecer, debía ser producida, o mejor dicho, arrancada, por la fuerza activa del proletariado .
Abandonando la iniciativa a la Generalidad, la A.O., por lo que a ella tocaba, condenaba en Cataluña el movimiento a quedarse también en amago. Cuanto hicieron las masas en Barcelona y otras ciudades o pueblos fue más bien a pesar de la A.O.
Aunando conducta y palabras, la A.O. declaró la huelga general y se dirigió al gobierno de la Generalidad preguntándole qué pensaba hacer. Como éste no pensase nada por el momento (día 4), sino que más bien entreviera la posibilidad de que Madrid le perdonase la vida, la A.O. esperó a que la Generalidad pusiera una idea o un hecho. Pasó toda la noche del 4 y todo el día 5 sin que la Generalidad intentara «marchar hacia adelante con todas las consecuencias...» y la A.O. tampoco. Esta había organizado, sí, una manifestación ante el palacio del Gobierno pidiendo armas, negadas las cuales retornó a esperar la decisión de lucha de los burgueses y pequeño-burgueses catalanistas. También incautó un local y algunos automóviles; recibió delegaciones de las comarcas y aumentó su radio de influencia por puro automatismo del movimiento. Pero ni a las comarcas ni al proletariado barcelonés supo darles directivas, ni acción insurreccional propiamente dicha. El movimiento la superaba, se le escurría de entre las manos. En muchos pueblos el proletariado se había hecho dueño de la situación; en Barcelona se levantaban barricadas; por dondequiera actuaban las masas espontánea y desorganizadamente, sin que la A.O. las guiara y se pusiera a su vanguardia. ¿Cómo podía hacerlo si el esquema de que partía concedía la iniciativa y la jefatura a. los pequeño-burgueses aterrados de la Generalidad? Si hubiera comprendido que el movimiento, regional y nacionalmente, era proletario de carácter, que todas las otras fuerzas —excepto los rabassaires— harían defección, se habría planteado el problema de la libertad catalana desde el ángulo proletario, y al proletariado habría llamado a defenderla sin aguardar a la Generalidad. La preocupación de no asustarla, es lo que impidió al movimiento de Octubre, en Cataluña, convertirse en una gran insurrección, avanzada nacional que habría ayudado grandemente a la victoria al proletariado asturiano, y cambiando quizás el cariz cobardón dado por los socialistas al movimiento en Madrid.
En efecto, la Generalidad no se decidió a hacer algo sino cuando la presión de las masas le impedía la neutralidad y le cortaba el camino para un entendimiento con Madrid. Entonces hizo una insurrección simbólica, únicamente para «salvar el honor», según reza el famoso documento oficial de la Esquerra catalana. Era ya el día 6; demasiado tarde.
Demasiado tarde para Madrid, y para Barcelona también. En Madrid, las masas se sentían ya traicionadas y descorazonadas, y el Gobierno muy seguro de sí mismo y dueño de la calle. Una insurrección en Madrid, el día 6, era cien veces más difícil que en la noche del 4 o la mañana del 5. Era también demasiado tarde para Barcelona, por dos razones: primero, porque durante los dos días anteriores no se supo hacer la unidad proletaria entre la Alianza Obrera y la C.N.T., lo que debilitaba sobremanera la capacidad combativa de las masas, y daba a su actuación un carácter inorgánico e incluso contradictorio; segundo, porque en estas condiciones, la «insurrección» de la Generalidad sólo significaba la señal para su capitulación. Si la A.O. se hubiese dirigido a la C.N.T. en los momentos supremos proponiéndole una acción común independiente, el movimiento habría podido pasar rápidamente a manos de la dirección obrera unificada. Esa era la única manera de impedir que la Generalidad capitulase, o que su capitulación arrastrase consigo el movimiento. En todo caso, no se le podría reprochar a la A.O. catalana haber facilitado la maniobra reaccionaria del gobierno autónomo. Contrariamente a los dirigentes aliancistas, Companys, Dencás y compañía sabían perfectamente que el movimiento no tenía probabilidades de triunfar más que como movimiento esencialmente proletario. Se trataba para ellos de cortar el movimiento proletario, haciendo al mismo tiempo algo que semejase una lucha por la autonomía catalana. En consecuencia, la Generalidad se declaró insurrecta, proclamó la República Catalana, se hizo disparar algunos cañonazos que no daban con el blanco y capituló en seguida. ¡El honor de la burguesía catalanista no es demasiado exigente! ¡Y mientras tanto, la A.O. seguía agazapada aguardando la iniciativa salvadora de la Generalidad! Si ésta hizo una insurrección simbólica, para «salvar el honor» y cortar el paso a la revolución, la A.O. por su parte realizó una manifestación simbólica en petición de armas y consideró salvado el honor tan sencillamente como la Generalidad. De este resbalón pequeño-burgués es tan responsable el Bloque Obrero y Campesino, como la Izquierda Comunista de Cataluña .
Es conocido el importante «Documento numeró uno», en el que la Esquerra, partido dominante en la Generalidad, explicó, meses después, las verdaderas razones de su «sublevación»: En Cataluña se alzó en masa todo el país, contenido hasta ese momento por la autoridad y la confianza en el gobierno de la Generalidad... El alzamiento justificado de Cataluña desbordaba las posibilidades del gobierno de la Generalidad. Y éste tenía que abandonar el poder o reprimir por la violencia una protesta que respondía a los propios sentimientos del Gobierno2 repetidamente manifestados; en fin, podía intentar canalizar el movimiento y evitar que un oleaje caótico y desordenado se apoderase de Cataluña. No hay que olvidar que en algunos ayuntamientos se había proclamado la República Catalana, pero en otros se había proclamado el socialismo e inclusive el comunismo libertario, etc., creándose así una situación difícil y anárquica, imposible de encauzar de una forma democrática viable.
Es importante observar que Maurín, por el B.O.C., y Ramos Oliveira3 por el ala caballerista del socialismo, citan ambos esta parte del documento sin advertir, el primero, que hizo el juego de la Generalidad, y el segundo que los socialistas ahogaron el movimiento en Madrid por las mismas razones que en Cataluña lo ahogó, «sublevándose», la Generalidad. Explicando la conducta inexcusable de los dirigentes de la A.O., Maurín sólo encuentra un quejido: «a los obreros de la A.O. se les ha negado las armas»4. En la posibilidad de tomar las de la Generalidad, que existió, no repararon Maurín ni la A.O .
Para mayor abundancia de pruebas, he aquí lo que cuenta Azaña sobre la conversación que el día 6, a la una de la tarde, tuvo con Lluhí, consejero de la Generalidad5:
El sábado... se me presentó el señor Lluhí, a la una de la tarde, y me dijo que no podían resistir más la presión de los elementos populares; que temían que les asaltasen la Generalidad y los asaltasen a tiros; que se apoderasen del Gobierno violentamente; que ya los llamaban traidores, malos catalanes y malos republicanos...
Y después de decirle que para impedir lo anterior proclamarían esa tarde «el Estado Catalán dentro de la República Federal Española», Lluhí continuó:
Luego cederemos unos y otros. Aquí tendremos que ceder, como cedimos con la República catalana cuando vino la República española; en Madrid también cederán, y todo pasará en paz.
Hay revelaciones que son un portento de claridad política y una lección irrefutable para los dirigentes obreros que aguardaban no sé qué marcha adelante de la pequeña-burguesía regionalista.
La Alianza Obrera de Barcelona, o mejor dicho, los hombres que la integraron, hallaron una cómoda justificación de la inepcia aliancista, principalmente a través de lo escrito por Maurín, en la actitud de la C.N.T. Veamos qué hay de cierto en ello y hasta qué punto la Alianza puede ser disculpada así.
Es verdad que la C.N.T., principalmente en Cataluña, habíase retraído del movimiento desde sus inicios, tanto por su reiterada negativa a ingresar en la Alianza, como por su actitud general ante el mismo. Lo desestimó, como despreciable altercado entre «políticos», y alegando falta de confianza en 1a sinceridad del ex-ministro Largo Caballero, jefe del ala socialista radicalizada. Los anarquistas, fieles a su absolutismo ideológico, que siempre les juega malas pasadas, mostráronse ciegos para ver la importancia enorme de un movimiento que comprendía la totalidad de las masas españolas, sin excluir los cenetistas. Se encogieron de hombros ante lo que podía ser el principio de la revolución social, si no ella misma, incapacitados por su disciplina razonadora para discernir lo objetivo y ajustar a ello sus actos. Es la misma miopía que les ha conducido a tantos movimientos putchistas, con los que pretendían hacer privar sus intenciones subjetivas, sobre una realidad objetiva inadecuada a la sublevación. Por esta razón, salvo en Asturias, la C.N.T. se mantuvo a distancia del movimiento de las masas, como espectadora o a lo sumo como seguidora.
¡Paradoja de la historia! Los anarquistas, cuya existencia y prestigio en España no eran más que un producto reflejo del miserable colaboracionismo reformista, dejábanse tomar la delantera por éste, hasta el punto de aparecer a rastras de él. El anarquismo contemplaba la formación de la tormenta como si ocurriese en otro planeta. Sin embargo, esto no descarga a la A.O. catalana de sus errores. Ya se ha visto cómo se mostró incapaz, durante los meses anteriores, de practicar insistentemente una política de atracción de la C.N.T., además de que ella misma aparecía en liga con la Generalidad, persecutora del anarquismo. Observemos ahora las relaciones entre la A.O. y la C.N.T. durante los días de lucha .
Al declarar la Alianza Obrera la huelga general el día 4, la C.N.T. la aceptó y el día 6 repartió un volante fijando su posición: «La Regional Catalana tiene que tomar parte en la batalla en la forma que corresponde a sus principios revolucionarios y anárquicos». Y más adelante: «El movimiento producido esta mañana debe adquirir los caracteres de gesta popular, por la acción proletaria, sin admisión de protecciones de la fuerza pública, que debieran avergonzar a quienes las admiten y reclaman». Terminaba la declaración con cuatro consignas de las que sólo la primera y la tercera tenían un valor concreto: «Apertura inmediata de nuestros sindicatos y concentración de los trabajadores en los locales». «Entrarán en funciones los comités de barricada, que serán encargados de transmitir las consignas precisas en el curso de los acontecimientos» .
El petardeo ácrata transpira en la declaración, principalmente en el segundo de los párrafos transcritos. «Sin admisión de protecciones de la fuerza pública...», lo que equivale casi a decir que, si los cuerpos armados de la Generalidad hubieran ido en ayuda de la C.N.T., ésta los habría recibido a tiros. Pero todo el mundo sabe que estas bravuconadas suelen no tener trascendencia. Contrariamente, si los hombres de la Generalidad les hubiesen tendido la mano, lo más probable es que los anarquistas se hubieran puesto a colaborar con ellos, si no supeditándose les como se vio en 1936. De todos modos, esto no justifica que la A.O. se colocase tras la Generalidad, abandonándole la iniciativa, sobre todo cuando sus componentes pretendían estar imbuidos de la objetividad y las ideas marxistas.
En cambio, era rigurosamente verdad: «el movimiento producido esta mañana debe adquirir carácter de gesta popular, por la acción proletaria... » Colocándose a la cola de la Generalidad, la A.O. cometía dos errores en uno: daba a aquella entera libertad para la capitulación y se cortaba la posibilidad de acción común con la C.N.T. apoyándose en sus propias palabras: «Sí, el proletariado debe dar al movimiento sus propios caracteres; actuemos pues en común para dárselo y para impedir que la Generalidad capitule a los primeros estampidos de cañón». De haber hablado la A.O. un lenguaje semejante, o los anarquistas se hubiesen visto obligados a aceptar el frente único y el movimiento hubiera podido tomar un cariz realmente insurreccional, o la responsabilidad por el fracaso habría recaído indiscutiblemente sobre ellos. Tal como ocurrieron las cosas, no puede decirse lo mismo. Si responsables son los anarquistas, tanto lo son —más teniendo en cuenta su marxismo— los elementos agrupados en la A.O.
También las consignas citadas del manifiesto cenetista debieron ser íntegramente apoyadas por la Alianza. Es imperdonable que ella misma no se adelantara el día 5 a dar la orden de apertura de los locales y periódicos clausurados de la C.N.T. No sólo era un deber elemental de solidaridad, independiente de los más graves desacuerdos; haciéndolo la A.O. hubiera tenido en sus manos un argumento altamente persuasivo para las masas, con que impeler la dirección faista a aceptar la acción armada en frente único. En cuanto a la otra consigna, comités de barricadas para trasmitir consignas y dirigir la lucha, la Alianza tenía que crearlos por su propia cuenta si en verdad trataba de luchar con las armas. En momentos insurreccionales no cabe otra forma de organización, a menos que se disponga de antemano de comités de fábrica y de barriada bien vinculados. Un comité de la A.O. y otro de la C.N.T. en cada barricada era a todas luces un disparate y una división suicida de fuerzas. Dos redes de comités en dos redes diferentes de barricadas, hubiese sido prácticamente una traición a la insurrección. Pero tampoco en esto la Alianza Obrera supo tomar la palabra a los anarquistas y obligarles a la acción común o denunciarlos públicamente en caso de negativa. El mito de la pequeña burguesía «marchando adelante», la hizo, si no marchar hacia atrás, sí quedarse estacionada esperando que Companys-Dencás hicieran el milagro de abrirle el camino. Prefirió la alianza con la pequeña burguesía a la alianza con el proletariado cenetista .
En resumen, si la C.N.T., a causa del sectarismo anarquista, se mantuvo alejada del frente único, la A.O. distó mucho de actuar como debía para vencer el sectarismo ácrata. Se comportó con la C.N.T. de una forma ultimatística y hasta contraria a un acercamiento leal y en los días de Octubre desperdició indignamente las posibilidades de actuación en común. Respondiendo a las acusaciones de que Maurín hizo objeto a la C.N.T., al mismo tiempo que justificaba la inacción de la Alianza por la negativa de la Generalidad a armarla, un anarquista ha podido responder que el mismo argumento es bueno para la inacción de la C.N.T. La verdad es que unos y otros tenían armas suficientes para iniciar la acción impidiendo a las tropas salir de los cuarteles y para apoderarse de las armas de la Generalidad. Por razones diferentes, la C.N.T.6 y la Alianza Obrera dejaron la iniciativa a la Generalidad, que no deseaba sino poner fin lo más rápidamente posible a su aparatosa proclamación del «Estat Catalá»7.
G. Munis. Jalones de derrota, promesa de victoria. 1947
Notas
1. Joaquín Maurín. «Hacia la segunda revolución», págs. 124 y 125. Subrayados de G. Munis. 2. No se olvide que esto fue escrito bastante después de la «insurrección simbólica» cuando, previéndose otra ofensiva obrera, convenía a Companys bienquistarse las masas para el retorno al palacio de San Jordi. 3. La Revolución española de Octubre. 4. Maurín,: Obra citada, pág. 141. 5. M. Azaña: «Mi rebelión en Barcelona». 6. Manuel Villar (Ignotus): «La insurrección de Asturias», págs. 187-188. 7. No creo que sea necesario insistir en que la Generalidad nunca tuvo intención real de luchar. Pero recordemos, para quienes lo ignoran, que no intentó siquiera, con sus miles de hombres armados, superiores en número a los del Gobierno central, impedir que éstos salieran de sus cuarteles, lo que hubiera asegurado el triunfo en Cataluña.