Casas diminutas, decadencia y nacionalismo
La oferta dramática en TV es escasa y poco reconfortante esta temporada. Comentamos un acercamiento a los EEUU de la precariedad (Tiny House Nation, Netflix); la primera serie de Alejandro Amenábar (La Fortuna, Movistar); y la lectura más incompetente que cabía imaginar de «La Fundación» de Asimov (Foundation, Apple TV).
Tiny House Nation
«Tiny House Nation» es una de esas series que llega a Netflix tras una larga vida. Estrenada originalmente en 2014 y ya con un par de secuelas, lo que la plataforma nos presenta ahora es la sexta temporada (2019) dividida en dos partes.
Es una de esas series estadounidenses en las que, para empezar, es necesaria una cierta «traducción cultural».
Con ejemplos que van de los 45 a los 220 m2, la primera conclusión para la mayoría de los espectadores del resto del mundo es que siempre vivimos en casas diminutas («tiny houses»). La segunda, a la vista de que toda la edificación es pura carpintería y que la única piscina que sale se calienta con energía eléctrica sin que los felices nuevos dueños pongan un pero, es que la electricidad en EEUU es excepcionalmente barata y que los protagonistas va a ser masacrados con el Pacto Verde de Biden a poco que se parezca al europeo.
Todas las conclusiones anteriores son ciertas.
Pero la gracia de la serie tras media docena de temporadas, despojada en su versión Netflix de «celebrities» y minimalismo moralizante, es que abre una de las raras ventanas televisivas desde las que apreciar la precarización real de la vida trabajadora en EEUU. A su estilo, «Tiny House Nation» es la versión LP y sin complejos del anuncio de la Ford Lightning.
Conoceremos a la pareja de enfermeros que necesitan que su casa tenga ruedas porque cada mes trabajan en un sitio diferente, ella en horario diurno, él en nocturno; a los padres que venden la casa y se van a un movilón para pagar la matrícula de la Universidad de su hija menor: a la familia del soldado desmovilizado, que trabaja 16 horas diarias como bombero y enfermero pero no consigue pagar las letras de la hipoteca; o la pareja texana que quiere usar su casa como un centro de rehabilitación para enganchados a la oxicodina y monta un «hogar diminuto» no muy lejos para tener donde vivir.
«Tiny House Nation» es la única serie en la plataforma que muestra familias trabajadoras reales sin el habitual odio que destila el identitarismo Netflix. Por una vez los trabajadores no son «blancos heterosexuales sin estudios superiores» reaccionarios, violentos y trumpistas. Por una vez, son representados como lo que en su gran mayoría son: buena gente con jornadas interminables, agobiados de deudas y facturas y con agotamiento crónico en los ojos, que ven como vidas se estrechan cada día.
Algún día recordaremos «Tiny House Nation» como la última estampa del «sueño americano»: un trampantojo «low cost» con toneladas de glamour de contrachapado y camas levantadas en altillos. Una versión XXS del mito de la frontera, un instante antes de recibir el hachazo del Green Deal que viene.
Foundation
La burguesía británica del XVIII, en pleno momento fundacional del capitalismo, hizo su primera aproximación a la decadencia de un modo de producción anterior: «The History of the Decline and Fall of the Roman Empire» de Gibbon. El libro se convirtió pronto en una referencia para los dirigentes del primer imperio capitalista de la historia.
Dos siglos más tarde, en plena decadencia del sistema creado entonces, Isaac Asimov escribe la primera historia de «Foundation» en los EEUU que se aprestan a entrar en una nueva y cataclísmica matanza imperialista con el objetivo de convertirse en el nuevo imperio global. El idealismo gibbonsiano, vagamente irreligioso y anti-cristiano, se ha convertido para entonces en un relato de la superviviencia de la cultura clásica que, a diferencia de Gibbon, idealiza a los monasterios y los coloca como el eslabón perdido entre «los años oscuros» y el renacer periférico (Gran Bretaña) de una nueva civilización digna de tal nombre.
Como una parábola de la propia decadencia, si el imaginario de las clases dirigentes británicas del capitalismo ascendente se había construido sobre la conquista historiográfica de Gibbon, la del imperialismo sucesor lo haría sobre la vulgata de la ideología histórica convertida en novela pulp.
La intención original de «La Fundación» es dar un mensaje de oportunidad al imperialismo estadounidense en un momento en el que EEUU todavía dice querer quedar fuera de la guerra: hay que «salvar» la cultura europea, que amenaza ser arrasada con la guerra y llevarla a la nueva y periférica promesa civilizatoria americana. La decadencia europea y la crisis global es inevitable, pero se puede acortar si la diferencia tecnológica y científica entre EEUU y Europa se salva.
Asimov, que se inspira en la llegada a las universidades de la Ivy League de decenas de académicos europeos, no podía saberlo todavía, pero el gobierno de Roosevelt ya estaba en ello. El proyecto Manhattan se inaugura ese mismo año.
Casi 80 años después llega la versión Apple. Poco o nada queda del ciclo «alcaldes, comerciantes y príncipes mercaderes», con el que Asimov resume su interpretación de Pirenne, a quien homenajea con el nombre de un personaje protagonista.
La decadencia ahora ya no es sistémica. No comienza como una larga sucesión de crisis aparentemente inconexas que la crítica histórica consigue unir en un relato coherente de causas y efectos. Lo que en Asimov ya estaba deformado, ahora es irreconocible: el Imperio se descompone a partir de su propio y particular 11S y en vez de análisis histório hay un demencial determinismo geométrico.
Asimov había sustituido la crítica histórica por la «Psicohistoria» para enfatizar, frente al marxismo, el idealismo de la historiografía burguesa que había devorado: el motor de la historia serían las ideas y actitudes; por mucho que obedezcan a grandes leyes probabilísticas, el devenir histórico dependería de la voluntad de los individuos.
En la versión Apple ni siquiera esto se salva: el «destino» -e inevitablemente con él, todos los esencialismos tan queridos de la ideología dominante en el mundo anglosajón- vuelven con fuerza. Desde la insistencia en la genética a la relación místico-sectaria de los seguidores de Hari Seldon con los textos que estudian.
El resultado es un mensaje aun más reaccionario que el del libro en el que se inspira, con una trama que vence distancias cósmicas para aburrirnos sin piedad. Pasado el primer capítulo no hay explosión planetaria capaz de despertar a un espectador demasiado ocupado en soñar con otras cosas.
La Fortuna
Hace casi una década la burocracia española sacó pecho contra, Odissey, una empresa de cazadores de tesoros, contratando a unos abogados estadounidenses para obtener lo expoliado y, por una vez, financiando una expedición arqueológica submarina de cierto porte para sacar a la luz el resto. Por cierto que en ningún caso era ni el yacimiento que exigía una intervención más urgente desde el punto de vista de la conservación ni tampoco el más importante científicamente de los localizados.
La historia sirvió de base unos años después a un cómic: «El tesoro del Cisne negro». Dibujo de línea clara -en sí un homenaje a Hergé- argumento ágil y todos los ganchos y referencias necesarios para capturar a cualquier nostálgico.
¿Qué hace Amenábar con esas bases? Carga al guion con un nacionalismo pueril y llorón heredero de la prensa belicista noventaiochista, condenando a los diálogos a albergar más zombis ideológicos que la comitiva de Vox en una procesión del Corpus: España es un país víctima, acomplejado por las dificultades burocráticas, miope en su conflicto eterno entre derechas e izquierdas; los políticos y altos burócratas discuten continuamente sin escucharse ni llegar a ningún lado que no sea la inacción; Andalucía es una mezcla de políticos que escabullen el bulto, guardias civiles brutos y legionarios «volaos»; etc. etc.
Y cuando parece que ni es posible listar más topicazos nacionalistas, ni el guion podría soportarlos... Amenábar crea otros nuevos al servicio de las nuevas generaciones. Ejemplo patético: ahora resulta que el gusto por la Ópera, los documentales de Cousteau o las novelas de Salgari son «de derechas».
El motor para tirar de tanto peso muerto no llega ni a mover un vespino: la relación entre dos funcionarios, arquetipos cada uno de una de «las dos Españas unidas por la Transición», que en principio se detestan pero que han de aprender a quererse y colaborar juntos por amor a la patria y el patrimonio (nacional).
Sin embargo, la exaltación patriótica no es lo peor de «La fortuna». Lo peor es la falta de oficio, la sospecha permanente de que el autor entró a la sala de montaje atiborrado de relajantes musculares; la abundancia de planos sin aporte y subidones de violines sintéticos cuando no toca; la pobreza estética de una fotografía que desaprovecha cartas, planos, archivos y tomas submarinas; el aldeanismo de un realizador que parece incapaz de captar belleza más allá de la calle Barquillo.
El resultado es una serie exasperante y aburrida, en la que la trama no consigue sostener las pretensiones épicas y los diálogos dan demasiados momentos de vergüenza ajena como para hacerse soportables.