Bajo los elefantes la lucha de clases
Animales y metáforas
Los hombres olvidan que su derecho se origina en sus condiciones económicas de vida, lo mismo que han olvidado que ellos mismos proceden del mundo animal.
Federico Engels. Contribución al problema de la vivienda, 1873
Anteayer los presentadores de los telediarios dieron con voz compungida la noticia de un accidente de carretera. Era llamativo porque normalmente esas noticias son breves y el tono es burocrático, registral. En el accidente en cuestión además no había muerto nadie. Solo un elefante. Otros cuatro paseaban, magullados, por la isla de la autopista. Al día siguiente los medios ya nos habían contado, con pelos y señales, la vida de aquellas bestias en el circo en el que trabajaban. Hoy no había periódico que no se hiciera eco de la campaña de firmas organizada por el partido animalista exigiendo un «retiro» para las elefantas. La expresión «retiro», jubilación, ni siquiera parecía resultarles chocante. A fin de cuentas, los mismísimos medios conservadores habían contado la vida de las bestias en cuestión con tintes de denuncia social. Si uno lee los artículos llega un momento en que no sabe si están hablando de obreros del campo inmigrantes sin papeles o de animales. Bueno... en realidad lo sabe porque de los trabajadores precarios irregulares no se habla y si se habla, se habla desde la hipocresía más brutal. Para la prensa española, la explotación de las personas es tabú, el uso de animales en espectáculos es explotación.
Podríamos pensar que son solo metáforas subconscientes de los periodistas. A fin de cuentas hay también una correlación relevante entre las oleadas migratorias y las fiebres de súbito interés mediático por las «especies invasoras». Nos bombardean entonces con artículos en los que los animales se asocian a ciertos países -aunque vengan de otros- y, a través de estos, a los tópicos xenófobos... Según hemos leído en estos años el problema del mejillón cebra «del Caúcaso» es que «venía para quedarse»; el de las cotorras «argentinas» en Barcelona que se habían convertido en un problema para el «emparejamiento de las especies autóctonas»; y el de los mapaches «de EEUU» en Madrid que nos estaban engañando porque pareciendo encantadores «en realidad son agresivos y peligrosos».
El caso es que la cultura está hecha de metáforas. Por eso debemos preguntarnos si la tendencia animalista entera no es, en sí, la politización de una metáfora.
Por qué le llaman mascota cuando quieren decir...
El animalismo es un fenómeno social innegable. Si España tuviera un sistema electoral unidistrital tendrían con sus votantes actuales dos o tres diputados. El paso del testimonialismo a una modesta masividad tiene que ver con algo más que con una presencia mediática tan constante como gratuita. Si el animalismo como movimiento político es una expresión del delirio de la pequeña burguesía, el animalista típico es la personalización de la alienación máxima respecto a la Naturaleza: un urbanita joven, parado o estudiante sin contacto con la vida rural. Su referencia no es la bestia de tiro, sino la mascota, su mascota, ese animal separado de toda función productiva, dependiente de la familia incluso para comer o salir fuera de la claustrofóbica vivienda media. Su alienación respecto a la Naturaleza solo es comparable con su ajenidad respecto al trabajo, en un país en el que el paro juvenil sigue siendo el mayor de la OCDE. Por eso el animalismo se extendió entre los jóvenes cuando estos se descubrieron condenados por la crisis a una vida tan improductiva, dependiente y poco autónoma como la de la mascota familiar.
El cambio social fue acompañado con la evolución de las consignas. Tras años centrada en el «no al maltrato animal», PACMA se hizo presente masivamente en y tras el 15M bajo el eslogan «los animales importan». Lo atractivo de la consigna animalista a esas alturas era el «importan». Todo un sector de la juventud pequeñoburguesa -pero también de la trabajadora menos apretada por las miserias de la crisis- encontró en «los animales» un mito, un sujeto imaginario con el que identificarse y al que «defender».
Desvalidos, situados fuera del trabajo productivo y de su socialización, son incapaces de imaginarse defendiendo sus intereses colectivos. Mimetizan el paternalismo que han recibido y lo replican patéticamente con los únicos seres que piensan más desvalidos aun que ellos mismos. Representación hiperplásica de la alienación, el animalismo se mueve en la cada vez más difusa frontera entre la ensoñación política pequeñoburguesa y la patología clínica.
Visto en la distancia de siglos, el desarrollo de las capacidades productivas de la Humanidad tiende a traducirse en formas ideológicas cada vez más empáticas con los animales. De la bestia divinizada, enemiga y ajena, pasamos al animal-maquina que alivia el hambre y la carga del trabajo y últimamente a la «experiencia» de la granja-escuela. A grandes líneas, el progreso de la capacidad transformadora de la especie amplía su horizonte moral, preparándo a la humanidad para que pueda entenderse como parte de un metabolismo natural mayor que solo ella puede hacer autoconsciente.
Sin embargo, en el capitalismo actual, históricamente decadente, con una descomposición social galopante, esa comunión con la Naturaleza no puede avanzar más. La fractura con la Naturaleza no puede superarse sin superar la fractura que sostiene y que divide a nuestra propia especie. En su lugar, el capitalismo, cada vez más inhumano y, de hecho, antihumano, nos propone «humanizar» a mascotas y animales. Cuando te vengan con elefantes accidentados y mascotas maltratadas no olvides que el verdadero «elefante en la habitación», la causa de mil y un desastres que los medios parecen no ver, se llama capitalismo. Y no es ninguna fábula.