Asalto al Capitolio preguntas y respuestas
Antes de nada... ¿a qué tanto entusiasmo periodístico?
Al ritmo actual de vacunaciones la región más eficiente de España tardaría cuatro años en tener a toda la población inoculada, Madrid decenios. En Alemania se habla abiertamente de fiasco. En Francia, donde la campaña avanza aún más lentamente, de escándalo. La realidad: los sistemas de salud europeos, adelgazados a base de austeridad durante años, saturados en términos que las cifras ocultan más que desvelan, no dan más de sí. La relajación navideña para animar ventas fue sencillamente criminal y la cacareada esperanza de una rápida vacunación masiva, una quimera dados los medios realmente disponibles.
Visto desde la clase dirigente además, la incompetencia vacunadora resulta ser una muestra de debilidad sistémica: es un fracaso de la política industrial de Bruselas, de la capacidad para organizar a la población y de la acción del estado. Todo en una sola tacada, un Dunkerque pandémico que hay que entender en un contexto de rivalidades imperialistas crecientes: la comparación con China no es muy halagadora.
Así que los medios de toda Europa, están encantados de poder dar una noticia vistosa con la que distraer la atención, rebajar tensiones internas y hacer sangre con las debilidades de sus competidores.
Pero... en cualquier caso es grave, ¿no?
Sí, en tanto que síntoma, y ahora veremos de qué. Pero no estamos ni ante una insurrección, ni ante un golpe de estado ni ante el albor de una guerra civil. Trump estaba ciñéndose al guión AMLO: no reconocer la derrota para, sobre la negación de la realidad, mantener el liderazgo sobre la masa movilizada... y construir un discurso victimista que le permitiera seguir como cabeza de cartel en sucesivas elecciones.
La movilización y el asalto tuvieron mucho más de bufos que de insurreccionales: disfraces, parkour, transgresión de espacios simbólicos... y el juego de las redes de siempre. El límite: romper el cordón policial y entrar en el espacio del Parlamento. Pero... ni una fogata, ni un destrozo, ni una triste barricada. En su lugar, centenares de selfies, de fotos de grupo. Ambiente de gamberrada estudiantil. Nada que en Europa no se hubiera resuelto con un mejor cordón policial y, como mucho, un par de cargas; pero que en EEUU acaba necesariamente con muertos sobre el suelo dadas sus tradiciones policiales. Con todo, estamos a años luz de las escenas que tantas veces hemos visto en España, Francia, Italia o incluso Alemania en todo tipo de movilizaciones: desde la quema del Parlamento murciano en el 92 al asalto al Parlament catalán hace poco o el show de los negacionistas en el Bundestag este verano. En sí no da para noticia mundial.
¿Qué significa realmente todo ésto?
Los síntomas de la decadencia de EEUU como potencia mundial van mucho más allá de las retiradas más o menos desastrosas de Irak, Siria o Afganistán. Están en todos los campos. EEUU sufre un serio declive científico por ejemplo. Por dar dos destellos: llevan más de 30 años reduciendo presupuestos de la NASA, el símbolo de la guerra fría, hasta el punto de abandonar estructuras e inversiones históricas y el pánico frente a la competencia china ha dado pie a una verdadera caza de brujas de científicos que no parece que vaya a amainar.
La imposibilidad de ganar realmente una guerra o el declive científico, son síntomas de un imperialismo que no puede mantener incuestionada su posición competitiva. Durante los años Obama, años de continuismo radical, se hizo obvio que EEUU estaba perdiendo terreno en la propia estructura de relaciones internacionales que había impuesto para asegurar su dominio. Y una parte de la burguesía de EEUU, la más ligada al mercado interno, decidió romper el juego. Lo importante ahí es el hecho de la ruptura. Que la impulsaran cabalgando sobre la revuelta de una parte de la pequeña burguesía y el rechazo al delirio identitarista demócrata, es lo de menos. Una vez la clase dirigente se rompe, esa fractura acaba generando grietas serias en todo el mamotreto institucional del estado. Hoy, las fracturas llegan incluso al interior del ejército: lo vimos estos días cuando el Nimitz recibió órdenes contradictorias una y otra vez. Eso sí es peligroso.
Visto en perspectiva, los años Trump no dejan de tener un aire de perestroika gorbachoviana: básicamente fueron un intento de reequilibrar a toda costa balanzas comerciales, convirtiendo los costes de mantenimiento (no solo los militares) del orden imperialista en un burdo argumento para forzar ventas y restringir importaciones. En lo fundamental funcionó y Biden no tiene intención más que darle una pátina multilateralista que desarrolle una estrategia más coherente pero no menos afirmativa frente a China y la UE. La estrategia se sofisticará y la fractura interna permanecerá. El numerito a lo AMLO de ayer y el fantasma de un tercer partido en ciernes -igual que hizo AMLO- son solo productos ideológicos de la fractura de intereses que hay por debajo.
¿Qué provoca tanto rechazo en el trumpismo?
Más allá de su fondo de clase, hay algo que en Europa no deja de llamar la atención y con lo que juegan los medios. Trump y su colla -fue obvio ayer- son realmente impresentables, intelectualmente delirantes y moralmente lamentables. Con ellos es harto difícil para la clase dominante mantener esa imagen Camelot fundamental a la ideología de posguerra. Buena parte de la indignación demócrata se basa en esto, e inevitablemente se expresa con formas de desprecio reservadas hasta ahora para la clase trabajadora. Ni en la TV estadounidense ni en sus reflejos europeos faltan hoy descalificaciones para los hombres blancos empobrecidos y sin estudios, categoría a la que el identitarismo reduce a la mayoría de los trabajadores no cualificados.
No es una cuestión de competencia o incompetencia política y tampoco de calidad moral. La pandemia ha dejado claro que no hay diferencias de calidad moral entre trumpistas y estrellas demócratas. Es una cuestión de calidad ideológica. Alimentar el negacionismo y las teorías más delirantes como forma de mantener motivadas a unas bases a las que se ofrece poco en lo material, es en sí un peligro para la capacidad de encuadramiento del estado. El estado lo reconoce como tal porque ataca su función conservadora y cohesionadora de frente, por eso tanta pesadez con las leyes anti-fake news y los llamamientos contra el populismo. Pero ahí, si no identificamos como delirantes a los demócratas es simplemente porque no miramos lo suficientemente cerca: basta acercarse a la historia reciente de cómo el feminismo estadounidense ha acabado generando una ideología de estado que exporta a todo el mundo para encontrar niveles de verdadero delirio antisocial.
Es decir, el trumpismo es el espejo de Dorian Grey de la burguesía estadounidense, el síntoma que no quiere ver de su propia decadencia como clase, de su incapacidad para sostener el dominio de la sociedad sin fracturarla y enfrentarla a cada paso. Y eso da miedo porque ni es una enfermedad de los republicanos, ni se limita, ni mucho menos, a EEUU.