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12/10/2018 | Crítica de la ideología

Hoy es la fiesta nacional española. Como es habitual unos se envolverán en la vieja bandera naval, reconvertida en ‎ nacional‎ durante la revolución liberal y abandonada luego por el republicanismo. Otros nos dirán que es una fiesta «imperialista» que recuerda un «genocidio imperdonable».

Ni una ni otra posición tienen el más mínimo sentido histórico. La llegada de Colón y con él de las monarquías europeas a América fue un momento decisivo en el ‎progreso‎ de la Humanidad en la medida en que preparaba el camino al mercado mundial, la extensión del capitalismo y con ella la aparición de una ‎ clase universal‎, el único sujeto histórico capaz de llevar a nuestra especie hacia el «‎ verdadero comienzo de la historia humana‎». ¿Implicó brutalidades y genocidios? ¿Y qué otra cosa cabía esperar? Marx comentando los desastres de la conquista del Indostán por Gran Bretaña en 1853 todavía escribía:

Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la Humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe:

¿Quién lamenta los estragos Si los frutos son placeres? ¿No aplastó miles de seres Tamerlán en su reinado?

Pero tampoco queda nadie que pueda reivindicar aquello. Desde luego no la ‎nación‎ española que tardaría todavía trescientos años en aparecer en el escenario histórico. Por supuesto una parte de la burguesía comercial de entonces creció al amparo del nuevo imperio, pero la pujante economía manufacturera burguesa de las villas castellanas, que supo plantear la primera revolución burguesa del continente y que hubiera podido crear la primera ‎nación‎ europea, murió ahogada en el flujo de metales preciosos que el viejo sistema feudal necesitaba como el aire.

Ningún otro estaba en esa época (fines del siglo XV) tan uniformemente preparado como España, para lanzarse al torbellino de la acumulación capitalista que siguió al descubrimiento de América y de la ruta de la India doblando el África; ningún otro tampoco, salió tan quebrantado de la empresa. Mientras Holanda e Inglaterra, Francia y Alemania en menor grado, se enriquecían y hacían de la extensión del comercio la base de su prosperidad y primacía en los siglos posteriores, España se arruinaba, se despoblaba, perdía sus conocimientos técnicos, desaparecía su industria, quedaban baldíos los campos, deshabitadas las ciudades, o superpobladas las de la costa sur por un gentío en el que dominaba sobre el artesano y el mercader, el buscón que inspiró obras maestras.

G.Munis. «Jalones de derrota, promesas de victoria», 1947

Es más, a grandes rasgos se puede decir que si no emerge entonces la ‎nación‎, esto es, la dirección efectiva de la sociedad por la burguesía alrededor de un mercado propio, es porque el flujo de metales desde América debilita a la burguesía hasta su postración total.

La decadencia de España no es otra cosa que una bancarrota gigantesca producida por la primera crisis del capitalismo, al experimentar el choque económico de los descubrimientos geográficos. Aún no sólidamente instalado el sistema manufacturero, los cargamentos de oro y plata de las Indias vertiéronse sobre la península produciendo una violentísima conmoción, que la estructura económica del país no pudo resistir. Defendióse durante algún tiempo, el imperio se extendió aún y vivió o vegetó por siglos, pero la bancarrota económica era ya total a la muerte de Felipe II, y desde muchos años antes la sociedad se descomponía en su base. Los esfuerzos de las clases progresivas para nivelar la organización política con la nueva situación económica, fueron vencidos uno tras otro y la parálisis se instaló en el cuerpo social para un largo período que aún no ha terminado por completo.

G.Munis. «Jalones de derrota, promesas de victoria», 1947

La postración de la burguesía española frente a las viejas clases señoriales posterga la constitución de la ‎nación‎ y convierte el siglo XIX en un asalto agónico por imponer su realidad. No lo logrará definitivamente hasta la «bonanza» que para ella significará la primera guerra imperialista mundial. Y aun entonces, sobre la base de un incremento de las diferencias regionales y la alianza con la vieja burocracia aristocrática y los latifundistas para crear -a saltos y empellones- el primer ‎capitalismo de estado‎ español. Dicho de otra manera, la ‎nación‎ era ya una forma reaccionaria, cuando la burguesía española alcanzó a fundirse en y con el estado. No es de extrañar que quienes participaron en la revolución proletaria del 36 pensaran que «la etapa capitalista habrá sido para la historia de España lo que el invierno para la marmota» y que como «las condiciones históricas han hecho de España un país que no puede salir del marasmo y la descomposición sino por medio de la revolución obrera, la revolución devolverá a España a la historia, disolviéndola sin solución de continuidad en el futuro mundo socialista».

Pero la revolución no triunfó y la burguesía española acabó las tareas pendientes de su consolidación en el poder sobre la base de una represión genocida que le permitió llegar entera hasta coger el viento en popa de la reconstrucción capitalista global dentro del bloque americano. Acogotada por un ‎ capitalismo que ya es en conjunto una antigualla histórica‎, para cuando emprende la transición de su liderazgo social a base del terror hacia formas democráticas homologables con sus vecinas, la crisis económica ha vuelto a convertirse una realidad permanente que se manifiesta, cada vez más, como una tendencia efectiva hacia la ‎precarización‎ y la ‎pauperización‎.

Afloja entonces durante unos años el ‎nacionalismo‎ más burdo, indeleblemente unido a los años de propaganda estatal franquista. Es entonces cuando se elige el 12 de octubre como «fiesta nacional». Es significativo que no se conmemore un triunfo militar ni el mito de la «liberación» frente a las tropas napoleónicas. Ante el auge de las luchas obreras desaparece el alarde identitario -que no el mensaje de unión de clases- y el patriotismo se sofistica con el concurso de las izquierdas. Queda claro que para los trabajadores la nación, cualquier nación, no es desde hace mucho, «progreso» sino sacrificios por un capital nacional asfixiado por la crisis perenne.

¿Hay algo que celebrar? Celebrar hoy la nación, en cualquier parte del mundo, sea cual sea su retórica, es celebrar lo más reccionario de un sistema ‎ en decadencia histórica‎ que se ha vuelto un peligro para la Humanidad. No, no hay nación que celebrar por los trabajadores. Tan bien lo saben en el estado y la burguesía española, que eligieron el 12 de octubre como fiesta. No tomaron el 2 de mayo ni el día de los Comuneros, fueron atrás en el pasado, a un evento que sentando bases fundamentales para la aparición de un ‎capitalismo ascendente‎, les deja fuera de cuadro, donde no se les puede ver, tapados por reyes, almirantes y curas. ¿Puede haber una confesión mayor de impotencia histórica?