100 días de gobierno Sánchez
Antes de hacer un balance recordemos la línea de objetivos que tanto se esforzó por recuperar la burguesía española desde la «declaración de independencia fake» de Cataluña: en primer lugar renovar el ya muy desgastado aparato político; el segundo lugar solucionar el «problema territorial», es decir reducir el poder de una pequeña burguesía regional cada vez más en rebeldía -no solo en Cataluña- y reformar el sistema para asegurar mayorías parlamentarias que permitan «reformas estructurales». Este último es el objetivo central: pensiones, mercado de trabajo, legislación laboral, servicios públicos, alquileres... Es decir el ataque directo a las condiciones de la gran mayoría trabajadora que permita al capital español seguir siendo competitivo durante la nueva embestida de la crisis que todos los indicadores anuncian.
Hace 100 días Sánchez llegó a la presidencia cabalgando un equilibrio inestable entre fuerzas que no daban más de sí. Lo improbable de su éxito era que, en esas circunstancias postularse a la presidencia era ofrecer una alternativa mejor que el nacionalismo de C's, que daba señales de haber alcanzado techo, para domeñar al independentismo. Pero para conseguir ser elegido en el Parlamento requería el voto del independentismo. Lo consiguió. Lo que se abrió entonces fue una verdadera campaña contrarreloj: convencer a la burguesía española de que la renovación del aparato político podía hacerse desde los viejos partidos.
Por eso en realidad el gran aliado de Sánchez era el PP. Sánchez necesita un PP creíble y capaz de devorar electoral u orgánicamente a «Ciudadanos». En principio la «opción Aznar» pareció avanzar con el triunfo de Casado sobre Santa María. La idea del expresidente era rescatar al PP, girarlo a la derecha y darle la perspectiva de una «refundación» en una fusión con «Ciudadanos» de la que surgiera un nuevo partido hegemónico del centro y la derecha nacionalistas. El problema: Casado está pendiente del Tribunal Supremo y es difícil presentarlo como renovación cuando su caso -presuntamente su carrera y su master fueron una dádiva política- es idéntico al que sirvió de detonador de la caída de Rajoy. Resultado: no consigue una intención de voto que haga creíble un nuevo bipartidismo.
En el frente catalán Sánchez sabía que podía hacer poco más que gestos. El indendentismo está en una política de resistir y esperar que le va dando resultados. Después de un año de demostraciones constantes de impotencia política... el apoyo a la independencia ha pasado del 47 al 51%. Sánchez evita la confrontación directa, finge normalidad y sigue adelante.
El margen político de maniobra de Sánchez es estrecho en política interior así que ha enfocado estos cien días de gobierno a propagar mensajes de tranquilidad a la burguesía española -la prometida derogación de la reforma laboral ya ha quedado en nada- mientras hacía signos de cercanía a Podemos, ofreciéndoles espacio en el aparato propagandístico del estado -aunque de momento quedara en vilo por falta de fontanería política- y aprobando con ellos reformas simbólicas cuando no reaccionarias de «libertades civiles». Todo regado con muchas fotos «cool» en una permanente campaña de imagen.
Así las cosas, el terreno elegido por Sánchez para intentar ganarse la confianza de la burguesía española ha sido el internacional. Empezando una vez más con un gesto, la hipócrita acogida del «Aquarius», con la idea confesa de entrar por la puerta grande en el debate europeo sobre migraciones, bandera de la deriva de la pequeña burguesía en Italia, Alemania, Francia, Hungría, Dinamarca... y hasta Suecia. Problema: las dificultades del eje franco-alemán para restablecer la disciplina de la UE exceden las posibilidades no ya de Sánchez, sino de la burguesía española. El arranque espectacular no podía sino quedar en lucimiento breve e inconducente. ¿Alternativa? Presentarse como reconstructor del imperialismo español en América a base de ofrecerse como mediador frente a Europa o incluso en la negociación de la paz entre el gobierno de Duque y la guerrilla colombiana. Pero hasta ahí se le cierran las puertas. Sencillamente el imperialismo español ya no es lo que era en tiempos de González y Aznar, y el único gobierno con peso global que le hubiera recibido con los brazos abiertos, Argentina, era el único que quería evitar a toda costa para no asociarse con una crisis que es «la bicha» para la burguesía española. Resumiendo: la política exterior de Sánchez ha sido una mezcla de oportunismo e hipocresía inconducentes que solo ha servido para evidenciar la impotencia y pérdida de peso del imperialismo español.
A falta de frentes en los que poder avanzar y de rivales a los que poder enfrentarse, Sánchez optó, literalmente, por sacar a Franco de la tumba. Nada mejor para mejorar la percepción pública de la izquierda de un sistema que nos empobrece cada día que compararla con toda la colección de momias franquistas salidas de ultratumba. El siniestro vodevil duró todo el verano y, de paso, les sirvió para dar otra vuelta de tuerca a la campaña de «memoria histórica». Campaña que solo pretende borrar la memoria de la Revolución española, vendiéndonos que los miles de trabajadores que fueron masacrados cuando luchaban por ella en realidad luchaban por mantener a la República que les había masacrado. La cacareada «identidad de izquierdas» del gobierno Sánchez no consistió en otra cosa en realidad que machacarnos una vez más, con la idea de que no hay alternativas al capitalismo sino alternativas dentro del capitalismo.
Celebrando sus cien días de gobierno en un mitin que fue un festival de autocomplacencia, el Presidente calificó su gobierno como el de la «justicia social». El término, de resabios falangistas y peronistas, común en los mensajes papales, no significa nada diferente de lo que significó en su poco glorioso pasado. No es más que una impostada equidistancia entre las necesidades humanas que reivindicamos los trabajadores y las crecientes necesidades de explotación de un capital que no encuentra mercados suficientes para reproducirse y necesita ser «más competitivo» a nuestra costa. Lo malo de la equidistancia entre dos extremos, uno de los cuales se mueve y el otro no, es que solo sirve para dar la impresión de que el extremo destructivo se ve «contenido», que «podría ser peor». Pero no es verdad: Sánchez no intenta liderar la recomposición del aparato político del estado para «contener» nada que no sea la resistencia a nuevos sacrificios y recortes.